Desarrollo humano y social
Un sismógrafo en el alma
26 septiembre Por: Juan Alejandro Badillo Cervantes
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Los sismos del 19 de septiembre están asociados a mi experiencia escolar. En 1985 tenía ocho años de edad y vivía en un edificio de cuatro pisos en Coyoacán. A las 7:17 de la mañana estaba a punto de salir para la escuela primaria en la que estudiaba. La huella de la memoria, difusa por el paso del tiempo, aún es suficiente para que pueda verme en ese lugar, mirando por la ventana, acompañado por mis padres y hermana, mientras el mundo se estremecía. No atinamos a huir o abrir la puerta. Era como si el tiempo se hubiera detenido o como si nuestro entorno fuera el producto de un sueño. Después vino el golpe de realidad: un edificio de oficinas, a unas calles de donde vivíamos, estaba demolido casi hasta sus cimientos. Por fortuna no había gente a esa hora. Sin embargo, en los siguientes días, llegó una avalancha de acontecimientos: el dolor de los que habían perdido un familiar pero también la organización de la sociedad civil para el rescate de los atrapados en los edificios. Si octubre de 1968 significó la ruptura de los jóvenes universitarios con un sistema político anquilosado e incapaz de cambiar, septiembre de 1985 inauguró una etapa en el país en la que las personas se dieron cuenta que podían colaborar entre ellas. 

El escritor Juan Villoro en su libro 8.8: El miedo en el espejo, en el que relata su experiencia durante el sismo de Chile del 2010, afirma que los mexicanos tenemos un sismógrafo en el alma. La idea va más allá de la amenaza de que la tierra se estremezca violentamente en el momento menos pensado. El sismógrafo secreto que tenemos los mexicanos desde aquel 19 de septiembre de 1985 es, también, una especie de esceptisismo ante la autoridad, un radar que nos indica cuándo debemos actuar ante la desgracia y que la salvación, muchas veces, está en nosotros mismos. La generación de mexicanos –concentrados sobre todo en la Ciudad de México– que sobrevivieron al sismo de 1985 inauguró una época de cambios en distintas áreas de la vida pública del país. La inocencia que había caracterizado el inicio de esa década comenzó a desvanecerse.

Muchos años después, otro 19 de septiembre, ahora en 2017, estaba dando clase. Ahora ya no era alumno y tenía, frente a mí, a una treintena de chicos de entre 15 y 16 años, una nueva generación para la cual apenas se barajan algunos nombres. En 1985 no pude llegar a clases y ahora estaba en una escuela sintiendo cómo el piso vibraba y las paredes se estremecían. Después del miedo, de los pasos apresurados en la escalera y la sensación de que, en cualquier momento el mundo se desploma, intentamos recuperar el aliento en el patio. Mientras miraba las expresiones de mis alumnos que mezclaban incredulidad, sorpresa y temor, pensé en la coincidencia del 19 de septiembre y que, justo un par de horas antes, habíamos hecho un simulacro con toda la tranquilidad del mundo, sin sospechar lo que viviríamos un rato después. ¿Cuál es la probabilidad de que un temblor de esa magnitud ocurra, el mismo día, en un lapso de 32 años? Pensé que la respuesta será, siempre, un misterio. Sin embargo, después de ver cómo una nueva generación de mexicanos, teniendo como guías a muchos de los que vivieron el sismo de 1985, se ha comenzado a organizar ahora a través de las redes sociales, teléfonos celulares, creo que 2017 puede ser, como ocurrió en aquel entonces, un detonante para cambios significativos en el país. Los desastres naturales siempre provocan la solidaridad y la empatía. En un mundo en el que campea el individualismo, un terremoto nos da, después de la adrenalina y el dolor, la oportunidad de pensar en el otro. Este descubrimiento, en absoluto despreciable, puede ser el inicio de una reacción en cadena si sabemos reflexionar y llevar la solidaridad a otros terrenos para darle una dirección diferente al país. 

 

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