Desarrollo humano y social
Lo que queda por vivir
01 diciembre Por: David Sánchez Sánchez
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De cómo es la aventura de la vida 

La televisión acababa de salir de su casa. La entrevista no había durado más de una hora, el tiempo suficiente para volver a sentirse inmensamente solo, como el roble aún preso en su bellota. Había sacado días atrás el último traje que le habían comprado. Fué  por la comunión de su último nieto. Era de un azul oscuro enigmático, algunos en el banquete le llamaban el abuelo azul eléctrico  por las sacudidas gesticulares que le producía su tequila favorito. Era el disfraz adecuado para salir en aquel documental sobre la tercera edad. Los focos avivaban su azul eléctrico que le ceñía tanto que le echaba la culpa de provocar ciertas arrugas en su sien. Tenía mil cosas que decir, sobre todo de su querida Claudia fallecida hacia ya dos años por el cáncer y la mala leche de uno de sus senos como a él le gustaba bromear para quitarle peso a la pena. Pero todas las preguntas evitaron temas realmente importantes para él. Ni siquiera le preguntaron por su equipo de fútbol. El encuestador le habló de las pastillas y los jóvenes, de las prácticas sexuales pasados los cincuenta, de si se casaría de nuevo por lo civil o por la Iglesia, de si podía soportar el dolby sorround de los nuevos cines...

En mitad del acto escénico, ante las cámaras, sus ojos cerraron el telón para una siesta. Bajo la miraba escondía campos de violetas negras y una mueca que aguantaba su falsa sonrisa se hizo fuerte entre la comisura de sus labios.

Ante la pasividad del anciano, cerraron plano, comieron las galletas, bebieron los licores y dejaron que la puerta se cerrara en dos tiempos casi sin tocarla. Él se quedó sentado en su sillón de cuero mirándose los calcetines de ejecutivo. No lloró, pero seguía con campos floridos de tonos oscuros en su mirada. Al levantarse tropezó con la última fotografía de su amada. Su mente le engañaba, al mirarla la veía tal y como era en aquel verano del mundial de fútbol en que se enamoraron. Cerró los ojos, ahora ya la veía tal y como era envuelta en su hábito blanco de la habitación del hospital. Lloró y se aferró al marco como si lo necesitara para bombear la sangre de sus venas. Pero en pleno decaimiento de fuerzas, se escurrió la imagen y estalló contra el suelo.

Con la mirada perdida, se dirigió a la puerta. En la parada del autobús tomó el número siete. Sentado en el primer asiento de la derecha, el reflejo le mostraba su pelo descuidado. Con educación y voz quebrada le confirmó con el conductor la dirección. Se sorprendió al haber acertado en que se dirigía a un gran centro comercial a las afueras de la ciudad donde tenía un gran recuerdo previo al ladrillo y al cemento. Quedaba ya tan lejos la bolsa de caramelos y las lentejas en cartón de la tienda de la señorita Carmina... Una de sus manos se acomodó al frío del cristal y dibujó con el dedo índice cada casa, cada coche... todas y cada una de las cosas nuevas que veía.

Tenía un hormigueo en el cuerpo, era como si se hubiera escapado de casa. La emoción le invadió su mirada cansada y difuminada. Pasaban las paradas y a lo lejos veía aquel gran complejo con sus tiendas, cines, restaurantes... Se puso a reír, hacía una semana que no salía de casa, dos meses que no lo hacía de su calle y dos años de su barrio.

Había sido valiente, lo había logrado, ahora las lágrimas carceleras de la mueca falsa que tomó la comisura de sus labios se amontonaban para desaparecer. Su mano derecha, que había permanecido cerrada todo este tiempo, se abrió y entre pequeños cristales y heridas, se podía ver la foto de su querida Claudia. Nuevamente se aferró la imagen a su pecho como si la necesitara para bombear la sangre de sus venas. Nunca ella le había dejado de querer y como le prometió le acompañaría hasta el final.

Se paró el bus, última parada. Al fondo pudo ver el árbol de aquel primer beso con Claudia justo entre un ajedrez de vehículos de alta gama. Inalterado, diríamos incluso que inmortal, permanecían sus ramas inalteradas al paso del tiempo. En el segundo peldaño de la escalera del autobús, allí ocurrió. Claudia había dejado de aliviar el dolor de su corazón y el anciano se desplomó como un fajo de hierba seca, fríamente, pero con una naturaleza vital que se resistía a perecer. Había llegado al final de su viaje. La emoción pudo con él. El recuerdo de su amor no fue suficiente para poner fin a sus días, pero si lo fue hacerlo mientras volvió a ser joven durante siete paradas de bus, al encuentro de su lugar secreto representado en ese árbol, durante su última gran aventura de lo que quedaba por vivir.

 

 

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