Buenos días a todos.
Saludo y agradezco la presencia de Monseñor Víctor Sánchez Espinosa, Arzobispo de Puebla.
Agradezco también la presencia del Lic. Juan José Rodríguez Posada, Presidente de la Junta de Gobierno y de los integrantes de la misma, que nos acompañan.
Gracias a los miembros del Consejo Universitario, maestros y colaboradores de la UPAEP. Doy la bienvenida a los alumnos de nuevo ingreso, a los padres de familia que nos acompañan y los estudiantes que inician un nuevo semestre con nosotros.
Los tiempos que enfrenta la humanidad, ya entrado el siglo XXI, presentan una serie de interrogantes respecto de cómo aborda los retos y las problemáticas del hoy, así como de su rumbo y devenir.
El afán de progreso y superación del hombre ha derivado en un ambiente caracterizado por la fragmentación del saber que por no tener un sentido de unidad muchas veces se revierte en contra del mismo hombre, provocando incluso una especie de involución.
En efecto, la fragmentación del saber acarrea la ausencia de certeza, la cual con frecuencia es producto de un relativismo donde no hay verdad objetiva, sino una perspectiva caprichosa que termina generando una sociedad aislada, frustrada por no encontrar respuesta a esa búsqueda de fondo, a lo que realmente le inquieta.
Frente a esta realidad con la que una y otra vez nos enfrentamos, vemos surgir en nuestra sociedad un ansia de plenitud y trascendencia que no ha sido saciada. El hombre, que ha sido creado para buscar la verdad, procurar el bien y alcanzar la belleza, requiere de referentes claros que generen condiciones para responder a este afán; o en términos simples y llanos, para alcanzar su felicidad. Tales condiciones son las que conformarán lo que es materia de la cátedra del día de hoy: una hipótesis constructiva del bien común desde el pensamiento de Tomás de Aquino.
Como a continuación veremos, responder a este desafío exige en primera instancia despertar de lo que el Cardenal chileno Jorge Medina denunciaría como la gran mentira en la que vive la humanidad, que niega una y otra vez la verdad de sí, con todo lo que ello supone. Es aquí donde nos encontramos con Tomás de Aquino, pues al profundizar en su pensamiento y la forma en que aborda el bien común, encontramos una especie de redescubrimiento de lo que es el hombre y de la hoja de ruta que lleva impresa en su individualidad interconectada con su entorno, que al desplegarla por medio de la virtud encuentra ya no una mera opción de vida sino el camino hacia su plena realización.
Considerar a Santo Tomás de Aquino como referente me parece además doblemente relevante, pues pareciera que en esta época estamos viviendo una reedición del choque cultural que habría enfrentado en el siglo XIII; así lo describe el Dominico Fergus Kerr:
A la edad de 20 años, Tomás había sido expuesto a dos culturas radicalmente distintas: la vieja tradición monacal latina, ricamente desarrollada por Agustín y el cristianismo neo-platónico, y por el otro lado, la filosofía pagana de Aristóteles, introducida a Occidente por los judíos y especialmente por eruditos musulmanes. La tensión entre lo que parecería ser al tiempo dos tradiciones aparentemente inconmensurables fue la que dominó el trabajo intelectual de Tomás.
En efecto, la filosofía social del Aquinate resulta hoy especialmente atractiva por la claridad con la que sentó las bases de un humanismo que no se quedaba en los mínimos, sino que aspiraba a los máximos, a la mejor versión del hombre y de la sociedad. Ya en su momento Jaques Maritain, filósofo francés, comentaría lo siguiente sobre este autor:
cuando enseña que un mínimo de bienestar es necesario para que el hombre acceda a la virtud, de tal suerte que la cuestión de la moralidad pública es primeramente una cuestión de trabajo y de pan; cuando enseña que la propiedad de los bienes materiales y de los medios de producción debe ser privada en cuanto concierne a la administración, pero común en cuanto al uso, […]; cuando insiste sobre la dignidad de la persona humana, imagen de Dios, y hace ver en el bien común de la sociedad civil un bien común de personas humanas, superior al bien privado de cada una, […] podemos decir que santo Tomás de Aquino, en esos rasgos generales, cuya aplicación depende de las condiciones particulares de cada edad histórica, traza el bosquejo de un verdadero humanismo social y político.
Han transcurrido prácticamente ocho siglos desde que Tomás de Aquino partió de este mundo y sin embargo, ya entrados en el siglo XXI, los escritos de Tomás siguen siendo un referente de gran actualidad no sólo por la universalidad de sus conceptos, sino por retar a quien lo estudia a contrastar cualesquiera de sus ideas o propuestas con el imperativo de ubicarse en la realidad de lo que son el hombre, la naturaleza y la sociedad.
Si algo hay que valorar de Tomás de Aquino, sobre todo en nuestro tiempo, es el realismo con el que compromete todas las ramas del saber que abordó, comenzando con la idea de persona humana. Justamente una de las grandes aportaciones de este autor es que redimensiona el concepto de bien común otorgándole la potencia que sólo una visión verdaderamente realista de la persona humana puede generar.
Para adentrarnos en el bien común es claro que debemos partir de esta idea de hombre. Recogiendo la tradición grecolatina, Tomás ubica al hombre como un ser con altísima dignidad, dada por su carácter de criatura única por sus cualidades y potencias singulares, hecha a imagen y semejanza de Dios, dotada de razón y libre albedrío, y de naturaleza eminentemente social.
De aquí tenemos que para su desarrollo el hombre necesita de la comunidad, de manera tal que no sólo la necesita para sobrevivir, sino para desarrollar sus capacidades y realización personal. Para ello requiere de diferentes comunidades que se interrelacionan y se ordenan, de tal suerte que corresponderá a la autoridad buscar la mejor vía para lograr condiciones propicias para el bienestar, para buscar ante todo el bien común.
Esto no obedece a un mero arreglo social, sino que parte de un riguroso apego a un criterio rector en Tomás: lo mejor es lo que se da según la naturaleza del ser; lo mejor se da cuando las criaturas cumplen con el fin para el que fueron creadas. Si el hombre está dotado de potencias o talentos, la mejor versión de ese hombre será aquélla en la que los desarrolle al máximo, y con ello aporte creativamente nuevos estadios de desarrollo y armonía.
Dicho esto, cabría preguntarse ¿Cuáles son los criterios que regulan el quehacer ya no del hombre y las comunidades, sino del universo? Tomás responde que la gran regla y medida es la ley, ya sea dada (aquí me refiero a las leyes eterna, divina y natural), o inspirada (es el caso de la ley humana, en su deber ser) por el gran legislador, el Creador que es no sólo autor sino fin último de lo creado.
El hombre, centro de la creación, ha sido dotado de la razón y auxiliado por la fe para descubrir el proyecto pensado para sí, y cuenta además de forma personalísima con potencialidades que habrá de desplegar desde su libertad y con su voluntad: su finalidad es alcanzar, secundando a Aristóteles, una vida virtuosa, la clave de la felicidad anhelada.
Dada esta naturaleza social, resulta que el proyecto del hombre se concibe como un necesario entramado de interacciones con el otro, donde su culminación pende en buena medida de posibilitar el progreso de la comunidad; es por ello que toda ley se ordena al bien común, y todo bien particular auténtico se armoniza con ese gran bien, de modo que el fin último de la persona se da en tanto se procura el bien común. Esta es la clave de la propuesta tomista. El bien común es el horizonte bajo el que se traslucen los bienes particulares.
Por su propiedad de regular las relaciones interpersonales, Tomás afirma que entre todas las virtudes es la justicia la que más se identifica con el bien común, la que posibilita el cumplimiento de la ley. En su máxima expresión, la justicia legal es el cúmulo de virtudes que toma la humanidad, como especie, en razón de su tensión hacia el bien común. Siendo el bien el objeto de la voluntad, pues por naturaleza el hombre lo apetece, la justicia como virtud práctica lo ordena hacia su perfección y orientación al máximo bien: Dios, el bien supremo, el Bien Común.
Tomás se apoyaba como método para conocer en la analogía, y consistente con ello, le dio ese carácter al bien común, de manera que una de sus grandes aportaciones es la aplicación analógica del bien común para las diferentes realidades de la vida comunitaria: la familia, la escuela, la ciudad, etc. Esta plasticidad, lejos de resultar una aparente reducción simplista de las interacciones de la persona, posibilita el desarrollo del hombre en todas sus facetas. Así, si el bien común es la causa final de todos los hombres y por ende de la sociedad, tiene su aplicación análoga para todas las comunidades y sociedades intermedias de acuerdo a la razón de ser de cada una.
Tenemos aquí la clave de la restitución de la armonía social: desde esta óptica la persona resulta ser un bien para la comunidad, al tiempo que la comunidad es un bien para la persona. Más aún, si lo que es bueno califica como tal en tanto apetecible, el bien común adquiere el carácter de ser difusible o comunicable entre personas y comunidades.
Con este marco referencial, y dado que Tomás no registra una definición específica del bien común, a partir del análisis realizado he llegado a la siguiente propuesta: el bien común es aquella conveniencia de la naturaleza humana que promueve a los hombres como creaturas racionales y libres en la virtud, los establece como ciudadanos responsables y los conduce como seres creados hacia Dios.
Basado en esta definición emerge la intuición de fondo - inspirada en la tesis del Cardenal Gianfranco Ravasi - para desarrollar una hipótesis constructiva del bien común: dos dimensiones a manera de plano cartesiano (X, Y) que esquematizan la naturaleza del hombre y su proyección. Por una parte tenemos la dimensión vertical que surge de su altísima dignidad como creatura hecha a imagen y semejanza de Dios (imago Dei, referida desde el Génesis como el aliento de vida), caracterizada por la autoconciencia sólo compartida con Él, que a su vez le ancla a las cosas de la tierra, a la naturaleza. Por otra parte, tenemos la dimensión horizontal que constituye la alteridad del hombre dada por su necesaria sociabilidad, y en particular su capacidad co-creadora en todos los órdenes.
En la conjugación de estas dos dimensiones, encontramos la realización de la persona, la maximización de sus potencias, y su ánimo de trascender. Hay que hacer notar que estas dos dimensiones, al ser constitutivas de la naturaleza del hombre, se convierten en condición necesaria para realizar el bien moral dado que éste exige la consistencia de la acción con la naturaleza del sujeto.
Ahora bien, este modelo dimensional exige la interacción armónica entre la verticalidad y la horizontalidad del hombre. Así, tiene lugar la metodología tomista ad intra – ad extra, que produce pares analógicos progresivos. De este modo, tendríamos como punto de fuga la naturaleza humana con el par dignidad-alteridad; esta naturaleza despliega su individualidad con el par talento-acto para lograr la virtud; y finalmente la vida virtuosa genera el par bondad-comunidad, o lo que es lo mismo, el bien común. Todos ellos en consistencia con las dimensiones vertical y horizontal, respectivamente.
Ambas dimensiones son mutuamente interdependientes, pues no es posible concebir el crecimiento de una en menoscabo de la otra, ni viceversa. Visto de otra forma, la dinámica ad intra – ad extra nos hace ver que no se podría concebir por ejemplo a una persona virtuosa con unos talentos muy desarrollados pero con un limitado sentido de alteridad o impacto social, ni viceversa.
Este desarrollo constructivo se enriquece con un segundo tensor que le aporta al modelo una especie de tercera dimensión, para llevarlo del bien común inmanente al bien común trascendente. Nos referimos al tensor exitus et reditus. En efecto, este componente nos remite al afán perenne del hombre por buscar la trascendencia o plenitud, y que desde este modelo tomista se finca en el itinerario de salida y retorno de la creatura racional a Dios.
Los vectores producto de este juego dimensional generan la ruta constructiva del bien común, que es lo propio de la naturaleza del hombre. De este modo, tenemos que si quisiéramos reducir el concepto del bien común, diríamos que el bien común es el predicado de la naturaleza humana.
Ahora bien, Tomás sostiene que el bien de cada virtud es susceptible de ser referido al bien común, al que ordena la justicia, de manera que el ejercicio de toda virtud se vincula con ella y por tanto se llama virtud general. El despliegue de esta virtud general se da en las partes potenciales de la justicia que por su motivación, ya en razón de procuración de saldo de la deuda con el otro, o por amistad y buenas costumbres, conforman el conjunto de las virtudes sociales, indispensables para establecer un andamiaje efectivo para la generación de bien común en sociedad. Estas virtudes son religión, piedad o patriotismo, observancia o ciudadanía, gratitud, vindicación, veracidad, afabilidad, liberalidad y equidad.
Ahora no es el tiempo de abundar en ellas, pero habría que decir que las múltiples de interacciones que tienen lugar por la práctica (o ausencia) de estas virtudes, permiten integrar otra aproximación analógica apoyada en la teoría de los sistemas de Ludwig von Bertalanffy. Así tenemos que la cosmovisión tomista del bien común, entendido como un concepto análogo, funciona como un sistema abierto, una suerte de realidad biológica en la que tiene lugar un ecosistema cuya singularidad radica en el aporte de cada persona que ejerce su libre albedrío frente a circunstancias particulares, pero que también registra la fuerza impulsora de la creación.
Para terminar la hipótesis constructiva del bien común resulta de capital importancia tomar en consideración un último elemento: el rol que el Santo Tomás otorga a la caridad como la más eminente de las virtudes, la forma de toda virtud. En consistencia con el modelo orgánico propuesto, resulta que la caridad para el bien común es análoga al ADN de los organismos vivos; la caridad da razón, unidad y coherencia a este ecosistema y, lo que es más, nos ubica en su ejercicio en la vía del exitus et reditus, pues como dirá Tomás, “amamos con el mismo amor de caridad a todos los prójimos, en cuanto los referimos a un bien común que es Dios.”
En suma, la perspectiva que aquí he presentado quiere invitar a una reflexión desde su esencia, para poder articular mejor su existencia. El bien común no es una agenda, ni una plataforma política. Cuando se estudia desde la lógica tomista, me atrevo a afinar que el bien común es una auténtica cosmovisión.
Queridos jóvenes:
La Universidad, como una comunidad viva de estudio e investigación en búsqueda de la verdad, de toda verdad del hombre y de la realidad, está comprometida con una alta formación académica, para que sus egresados profesionistas puedan servir como fermento activo en búsqueda del bien común. Por ello, en consonancia con lo que hasta ahora he expuesto, toda profesión nace de la actividad humana como una aportación valiosa para el bien de las personas y de la sociedad, a través de poner el conocimiento, la ciencia y la técnica al servicio de todas y cada una de las personas y de la sociedad. Éste es el sentido último de toda profesión.
Ser un buen profesionista no basta. Se requiere también ser un buen ciudadano; sensible a los problemas sociales, económicos y políticos de país, y por ello comprometido con sus deberes y responsabilidades, así como con la búsqueda y propuesta de soluciones reales, eficaces y pertinentes.
La paz y la justicia, ideal de toda sociedad y espejo del bien común, sólo se logran ahí donde se promueven los ambientes de diálogo, orden y libertad, así como la participación ciudadana, la solidaridad y subsidiariedad.
Sólo quien tiene claro el fin último es capaz de ordenar los medios para llegar a él. Y, por tanto, los medios no sólo llevan al fin, sino que remiten a él y los trasparentan. De ahí que a la luz del destino último del hombre, el ideal de humanización hace que toda vida cobre sentido y que los proyectos y tareas cotidianas se experimenten iluminados y alentados por él. Este ideal de humanización socialmente considerado no es otro que el Bien Común, tanto en el orden inmanente social como en su apertura a la trascendencia y, por tanto, el horizonte último desde el cual adquiere sentido y jerarquía todas las acciones humanas, los acontecimientos y proyectos históricos, las realizaciones culturales, etc. El presente está cargado de gravedad y cada acción humana revestida de relevancia social e histórica.
Asumir este reto abrazando este ideal universitario dar razón para la esperanza. México necesita una perspectiva novedosa, audaz y sobre todo realista, que sólo una generación con altura de miras puede aportar.
En UPAEP nos proponemos generar las mejores condiciones.
Bienvenidos a lo que seguramente será, la mejor etapa de su vida.
Gracias por su atención.