Desarrollo humano y social
EL TALLER DEL ORFEBRE
27 junio Por: CEFAS
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Por:  Ramón Díaz

 

—Sobre el drama del amor humano y su peligro de convertirse en tragedia—

 

Aunque decidí estudiar filosofía hace muchos años, siempre he sentido una gran atracción por la literatura. Pero no por aquella que se desarrolla en forma de novela, de cuento o de relato, sino por la que tiene una fuerte inspiración “poética”. Me encantan las poesías, pero también el teatro, sobre todo si está en verso.

En mi larga vida, he tenido oportunidad de leer los poemas de Homero, de Safo, de Píndaro, de Horacio, de Virgilio, de Catulo, de Dante, de Manrique, de Quevedo, de Lope, de Góngora, de la Cruz, de Ávila, de Bécquer, de Leopardi, de Pascoli, de Lorca, de Machado, de Alberti, de Tagore, de Péguy, de Eliot, de Negri, de Panero, de Montale, de Darío, de Vallejo, de Pavese, de Neruda, de Paz, de Benedetti, de Sabines, de Felipe. También he podido leer el teatro de Esquilo, de Sófocles, de Eurípides, de Plauto, de Shakespeare, de Lope, de Calderón, de Molina, de Alarcón, de Zorrilla, de Sor Juana, de Racine, de Molière, de Claudel, de Milosz, de Cesbron, de Pemán, de Le Fort, de Bernanos.

Dentro de este último género, un autor que tuvo la fuerza artística para atraparme con sus obras poéticas fue el polaco Karol Wojtyla (1920-2005) quien, con el paso del tiempo, llegaría a ser el Sumo Pontífice de la Iglesia Católica con el nombre de Juan Pablo II. Muy pronto tuve la ocasión de leer una meditación dramática sobre la paternidad (“Esplendor de paternidad”, BAC, Madrid, 1990) donde el “don de sí mismo” del hombre, que se expresa en la procreación de los hijos, aparece en su vertiente de angustia existencial, pero también como misterio espiritual. Igualmente tuve el tiempo para sumergirme en el drama vocacional de un artista polaco muy apreciado por él (“Hermano de nuestro Dios”, BAC, Madrid, 1990), que debió pasar de plasmar la belleza del mundo en los lienzos de madera y tela a formarla en los rostros de los hombres de carne y hueso por medio de gestos caritativos, tras un largo camino de interiorización y de renuncia; me refiero al ahora santo de la Iglesia Católica Adam Chmielowski (1845-1916).

Pero tal vez la obra más bella que haya salido de la pluma de Wojtyla y por la que tengo una muy especial predilección sea “El taller del Orfebre” (BAC, Madrid, 1997). Ésta habla del amor humano tal como se presenta en la experiencia de tres parejas o, mejor dicho, como es vivido por estas tres parejas en las circunstancias concretas de sus vidas: cuando el amor se origina en ellas y madura hasta la conformación de un matrimonio (Teresa y Andrés), cuando el amor se acaba o, al menos, disminuye y se tambalea en el matrimonio ya constituido (Ana y Esteban), cuando el amor que lleva a constituirse en matrimonio a una nueva pareja se ve afectado por las historias de vida que han engendrado la personalidad de cada uno de sus miembros (Mónica y Cristóbal).

Se trata de una obra simple como argumento, pero profunda en alcance y perspectiva, desarrollada con gran agudeza psicológica y escrita con enorme sensibilidad artística. A través de expresiones muchas veces triviales o por lo menos ocasionales, el autor va delineando poco a poco el misterio de la vida con metáforas profundas y poderosas.

El matrimonio es presentado en esta obra como un “sacramento”, pues quiere poner de relieve que se trata, en el fondo, de un “misterio”. En el lenguaje religioso, la palabra “misterio” no hace referencia a lo desconocido y recóndito, sino apela más bien a su procedencia última. En efecto, el amor humano —que encuentra su forma específica en el matrimonio— proviene de Dios, por eso tan sólo en Él encuentra su sentido pleno. Fuera de esta relación originaria con Dios, el matrimonio se torna para los hombres en un “enigma”, que engendra en sus corazones incertidumbre y miedo.

El matrimonio es abordado en esta obra como un “drama”, pues implica de forma necesaria la confrontación explícita de dos libertades: la libertad del varón que se pone en juego delante de la mujer y la libertad de la mujer que se pone en juego delante del varón. El drama estriba en la dificultad —y también el reto— que experimenta el hombre para “dar” y, llegado el caso, “perdonar” a su contraparte en el matrimonio, condiciones indispensables para que el amor entre los dos no devenga en “tragedia”. El drama reside, en última instancia, en hacer de esa relación amorosa, mediante el recurso de la libertad, una realidad llena de sentido, donde se ponga de manifiesto el destino del hombre.

Además de los miembros de cada pareja, personajes centrales de la obra son, por un lado, el viejo Orfebre, que pasa su vida contemplando desde el escaparate de su taller el amor de las parejas que se forman en el mundo y llegan a presentarse consciente o inconscientemente ante la puerta de su negocio; y, por el otro, Adán, que se presenta ante los miembros de cada pareja como un interlocutor ocasional y con el cual pueden considerar la profundidad existencial de su amor porque él es, en cierto sentido, la “síntesis” de todos los hombres juntos. Mientras el Orfebre descubre ante las parejas la matriz metafísica y teológica del amor humano, Adán les revela sus dimensiones antropológicas y éticas, a través de decisiones existenciales. En ese sentido, cada pareja afronta las vicisitudes cotidianas de su amor mutuo dentro de las coordenadas de sentido que representan para ellas las figuras de Adán y del Orfebre.

Uno de los sueños que he acariciado por largo tiempo dentro de mi mente es poder escribir un breve comentario a varios pasajes importantes de esta obra, para penetrar con mayor certidumbre en su contenido. Hasta cierto punto esto no es necesario, pues una obra poética y dramática debe saber presentarse por sí misma, sin ayudas intelectuales de ningún tipo, fuera de un lector capaz de darle vida con su propia vida a través de la lectura y desde su experiencia. Pero al menos me gustaría hacerlo como una manera de mostrar mi admiración y mi devoción por esta obra, que cada vez me dice algo nuevo sobre su tema cuando me adentro a ella. Para tal efecto, he seleccionado cinco fragmentos de la primera parte, donde se aborda el aspecto más positivo del amor, pero también se presenta su dimensión más profunda.

Aprovechando el espacio que me brinda este medio electrónico de nuestra Universidad y la invitación que me ha hecho la Doctora Margarita Teyssier para escribir a nombre del Centro de Estudios de Familia y Sociedad (Cefas) que ella preside, me gustaría presentar estos fragmentos en próximas entregas bajo el siguiente orden: en primer lugar, cómo surge el amor en la existencia del hombre (monólogo de Andrés); cómo se afianza el amor en la existencia del hombre (monólogo de Teresa); qué misterio implica el amor en la existencia del hombre (monólogos de Teresa y de Andrés); desde qué dimensión de la existencia hay que mirar el amor del hombre (monólogo del Orfebre); qué sentimientos y pensamientos sugiere el amor en quienes acompañan al hombre (canto nupcial de los invitados).

 

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