Alas de la Memoria es un espacio de creación literaria de la Facultad de Humanidades a cargo del profesor Noé Blancas.
María de los Ángeles Manzano Añorve[1]
Para el doctor Manzano
Lo viejos de mi pueblo tenían muchas creencias: decían que toda la gente era tono de tigre, de masacuata o de lagarto.
A mi tía Ofelia le decían “La Tigra”, porque era tono de tigre. Ofelia era una mujerzota grandota, frondosa como árbol de ceiba, buena sombra para dormir en ella, decían los hombres.
De lo que más me acuerdo es de su pelo rizado y sus pies enormes que nunca conocieron la horma del zapato, porque prefería el calor rojo de la tierra costeña.
Decían que tenía la sombra pesada, que, si le picaba un alacrán, mejor se moría el alacrán que ella.
De niña su papá la curaba con saliva, le decía “eres bruja, eres nagual, eres tono”.
Dicen que cuando nació, sus parientes la sacaron de noche a un cruce de camino, donde estuvieron esperando a que pasara un animal, hasta que se arrimó un tigre y la lamió: ése fue su tono, tono de tigre tendría a partir de esa hora. En la ceniza dejó la huella de su garra.
Cuando una mujer tono se enfermaba, no había medicina que la aliviaran, sólo los curanderos del pueblo sabían lo que realmente le pasaba.
Cuando uno era tono, como que estaba marcado por el destino. La suerte estaba echada. El sino del animal era nuestro sino. No había manera de deshacerse del tono. Hasta físicamente iba agarrando las formas y los humores del animal. Algo había en la mirada, en la sombra o quizá en el alma que nos ligaba tan íntimamente con nuestro tono.
Una vez la tía Ofelia se enfermó de un dolor en la espalda, y como ya sabíamos que nada podía curarla, fuimos a traer a Ruvinita, –¡Ah! –dijo la curandera– es que tu animal está herido, cayó en una trampa, por eso tú estás sufriendo esos dolores.
—No hay otra –aseguró Ruvinita–: voy a buscar al animal –y se fue sonando el bule con tapa de cuero de vaca, que avienta un rugido. Se adentró en el monte buscando la guarida del animal, o al menos, esperar que el tigre se acercara. Al poco rato llegó toda sudorosa, y nos dijo: “Ya curé al animal, mañana amanecerá Ofelia buena y sana”.
No es por nada, pero Ruvinita se las sabía de todas todas, le soplaba a uno en los sobacos y por todo el cuerpo, curaba de esos aires que le echan a uno los mixtecos que hacen brujería. Quizá por eso mi papá no nos dejaba salir de noche, porque decía que podíamos agarrar los malos aires. Ruvinita preparaba albahaca bien machacada con aceite y chile, y os ahumaba con ese menjurje; nos gustaba mucho sentir las caricias del humo que comenzaba por cubrirnos la cabeza y se sentía resbalar por todo el cuerpo como si fuera agua de la poza fría, agua invisible que lo dejaba a uno limpio.
Una vez, me hermano se enfermó de coraje. Ruvinita dijo que había agarrado “coraje de enamorados”, porque alguien había pasado peleando con su novia. Ese coraje de enamorados enferma a los niños y hasta los puede matar, porque es un coraje producto del amor y por lo tanto, mata más que los corajes del odio. Para esos casos se hervía un pedacito de cabello o un arete de la novia y con la agüita se hacía un tamalito de hoja.
Otras veces, usaba la yerba candó y tabaco con orines de chamaquito. Cuando no, iba a buscar la yerba de “namorado” para cocerla con caca de mula prieta. Con esos menjurjes luego luego vomitábamos el coraje. Mi mamá decía que había que cuidarse del espanto, porque esa enfermedad provoca calenturas, decaimiento y río. El espanto se agarra cuando uno se asusta o ve un muerto. Y allí estaba Ruvinita rezándonos, nos rociaba agua bendita con aguardiente.
Ya ni me quiero acordar cuando mi prima Ticha perdió la sombra en el chorro mientras lavábamos la ropa. Y vino Ruvinita a agarrar la sombra de Ticha. Se fue al chorro y empezó a llamar: “Vení pa’ ca, no seas cobarde, vení pa’ ca”. Así estuvo llamando a la sombra un buen rato, luego regresó a la cama de Ticha, y le untó en todo el cuerpo lodo del arroyo del chorro, ahí en el lodo estaba la sombra. Después la sentó frente a una jícara de agua, mientras la sahumaba con copal y seguía clamando a la sombra: “Ticha, vení pa’ ca, no te espantés”. Lo hacía cuatro veces hacia las cuatro direcciones. Por último, agarró un buche de agua, y se lo sorrajó en la espalda. Así fue como sanó a mi primita.
El caso es que mi tía Ofelia era muy sana, frondosa toda ella, y su piel oscura la hacía parecer como una matrona que nada tenía que ver con la fragilidad o la sumisión. Tenía una hija, pero nunca se casó. ¡Ni falta le hacía!
Era la dueña de un negocito que le daba para bien vivir, donde se sentaba todas las tardes a jugar dominó con sus amigos. Decían que ella apreciaba mucho a sus amistades, que era leal a carta cabal.
Eran esas tardes frescas del llano costeño, olorosas a sudor de los bajos y a resuellos lejanos del mar. Y no había otra cosa qué hacer en el pueblo que sentarse junto al frescor de la tardecita a jugar y platicar con los amigos.
Así transcurría la vida de Ofelia, igual u siempre, yendo de aquí para allá, cuidar la molienda, hacer producir el punterito del negocio y saludar a los vecinos todas las mañanas, cuando salía a barrer el frente de su casa, como cualquier gente común. ¡Ah!, pero cuidado si algo le pasaba a su tono.
Una noche le agarró un fuerte dolor en el pecho. Los doctores decían que era del corazón, pero la medicina no la mejoraba; fuimos a traer a Ruvinita, porque mi tía Ofelia sentía que se moría, que se le iba la vida. Ruvinita dijo que no habría nada qué hacer, que el tono había salido herido y que estaba en agonía; ni modo, cuando muriera el tigre, moriría Ofelia.
“Tengo que ir en busca del animal, a lo mejor está mal herido –pensaba en voz alta Ruvinita– si ya no lo puedo sanar, por lo menos le quitaré el cuero para aliviarle las dolencias a Ofelia”.
Ya era muy tarde cuando regresó a casa. “Aquí traigo el cuero del tigre; no lo vayan a salar y guárdenlo bien cerca de la cama de la enferma, a ver si todavía se puede salvar Ofelia”.
Pero ya no hubo remedio, mi tía Ofelia murió esa madrugada cuando corría un viento fresco del lado del mar. Un fuerte dolor en el pecho le arrancó el resuello para siempre.
[1] Nació en 1957, en Acapulco, Guerrero. Es doctora en Literatura por el Centro de Investigación y Docencia en Humanidades del Estado de Morelos. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel I. Profesora e investigadora en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Guerrero. Participó en el Segundo Encuentro de Creación literaria “Alas de la memoria” organizado en formato virtual por la Facultad de Humanidades de UPAEP, el pasado 27 de noviembre de 2020. Es publicación se realiza en memoria de su hija, Ana Julia Coxquiahuit Gómez Manzano.
Cultura
La Tigra
14 mayo Por: Yolanda Jaimes