Por: Offir Damián Jaimes[1]
Hace años, cuando vivía con mi mamá en su casa de San Isidro, tuve la fortuna de tener muchos amigos: la vida compensa lo que a veces te limita. En mi caso, me dio grandes amigos y amigas.
Ellos no me dejarán mentir; ahora les sigo el paso y disfruto de sus alegrías y éxitos a través de las redes sociales, porque nunca sabemos a dónde nos llevará la vida, siempre cambiante. Nada de lo que creemos seguro lo es. Todo cambia en un instante, cuando más cómodos estamos en el sofá de la casa.
Siempre la ignorancia me ha acompañado y ha sido la causa de mis mayores males. Desatendía casi siempre el consejo de los grandes, como cualquier joven, y uno de mis mayores errores fue creer que siempre tenía la razón.
Por ese motivo, aunado a mi carácter irascible, discutía muchas veces con mi mamá sobre mi comportamiento y proceder juvenil, que, he de reconocer, fue de bohemia la mayor parte.
Dicen que la mayor batalla de un hombre es contra sí mismo y, por lo tanto, vencer nuestros errores es uno de los mayores logros, si se ve desde una perspectiva positiva el decir que se puede vencer uno a sí mismo, para desechar malos hábitos y adoptar buenos.
Un día, tras una discusión, mi mamá me dijo algo que reconectó algunas neuronas en mi cerebro: cómo era posible que yo fuera tan sonriente y amable con mis amigos, mientras que con ella tuviera sólo discusiones.
Pasé la tarde pensando en eso, porque era cierto, con mis amigos era todo amabilidad. Algo se me fue reconectando en el cerebro al escuchar esa gran verdad que me habían dicho.
Ahora lo recuerdo porque recientemente vi una noticia sobre una señora que falleció en Veracruz y fue encontrada por casualidad y en acto desafortunado, cuatro meses después. El cuerpo estaba momificado, sentado en un sillón. Los bomberos la encontraron porque al lado de su casa hubo una explosión de gas y el techo se derrumbó. Los vecinos dijeron que era una mujer de aproximadamente 65 años de edad, que a veces recibía la visita de otra mujer y nada más.
Comentaron que se dieron cuenta del hedor que emanaba de la casa, de la gran cantidad de moscas sobre las ventanas y que, de no ser por esa desafortunada explosión, la señora seguiría sentada, momificada en el sillón de su casa, sin que nadie se enterara.
En esas pláticas de viejos, uno de ellos me dijo:
—Llévate muy bien con tus vecinos, mejor que con tu familia.
Y me argumentó que los vecinos son lo más cercano que tenemos; si algo nos pasa, son los primeros que pueden ayudarnos, antes incluso de que llegue la familia.
Y creo en ello, en tener buenas relaciones con nuestros vecinos, no tan sólo para evitar hechos tristes como el de la señora de Veracruz, o por un malsano interés de recibir ayuda de nuestros colindantes, sino porque es lo mejor que podemos hacer para reconstruir lo que ahora llaman el tejido social.
Parte de lo que nos ha pasado en México es porque fuimos perdiendo esa conexión con nuestros vecinos. Imaginen a un aspirante a cualquier puesto público que diga que quiere servir a su pueblo, pero que no se lleva bien ni con sus vecinos; hay algo muy mal ahí.
Y si pienso eso de la buena relación con los vecinos es porque creo que debemos llevarnos mucho mejor con quienes compartimos el techo, con nuestros seres queridos; no podemos ser sonrientes y amables con los demás mientras somos iracundos con nuestra familia.
Esta es una lección que me dieron en el pasado, que a veces olvido en el presente, cuando el mal carácter sale a relucir, algo que afecta a los seres queridos, pero en el fondo nos afecta a nosotros mismos.
Yo soy Offir Damián y esto son sólo pláticas de viejos.
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[1] Escritor. Originario de Tlapehuala, Guerrero. Es autor de los libros Blog de historias (2013) y Tlapehuala, mi pueblo (2018). Este texto fue leído por el autor en el II Encuentro de Creación Literaria “Alas de la memoria”, 27 de noviembre de 2020.