Alas de la Memoria es un espacio de creación literaria de la Facultad de Humanidades a cargo del profesor Noé Blancas. y el presente texto, es el Cuento ganador del Tegundo lugar en el II Certamen de cuento “Alas de la Memoria”, convocado por la Facultad de Humanidades UPAEP.
Por: Rafael Canseco Castellanos
El sol pegando fuerte, la espalda mojada por el sudor del caminar, una gorra y unas gafas de sol malgastadas, la eterna mochila cargando penas, inseguridades, dudas y ropa suficiente para un viaje sin fecha de regreso. Perdí la cuenta de cuando dejé mi hogar, las líneas en el camino se llevaban las estaciones del año y las veían iniciar también. Vivo viajando en la parte trasera de camiones sucios, con poco espacio y poco cómodos, con un regalo insípido de horas y kilómetros para tener eternas pláticas conmigo mismo e inacabables silencios que no dejan de retumbar en mí. Solo me queda esperar que el viento traiga el siguiente transporte, resignado a tener siempre entre esperas al sol como único testigo silencioso de mi camino, del espacio vacío que perseguía y que había sido mi único lugar habitado desde el primer paso recorrido. La inseguridad y las dudas como mi fiel sombra, mis huellas como la única certeza que dejaba al existir, y las gotas de sudor como mi único contacto con el exterior.
Era cerca del atardecer y la espalda me castigaba después de un viaje de 10 horas. Pasé del frío de la ciudad a la falsa calidez de una playa turística invadida de dólares extranjeros, inundada de turistas que vienen a ver el espectáculo que presenta la ciudad, con sus playas, sus avenidas y su ciudad colonial construida por esclavos y mantenida por un diferente tipo de esclavos. Tanto turistas como locatarios eran parte del show ¿se darían cuenta que son la puesta de escena y el protagonista a la vez?, solo podía pensar en lo vacía que tenían que ser sus vidas para huir de ellas una vez al año, sabiendo que es una batalla que acabarían perdiendo en una semana, o dos, o tres, o una vida, pero perdida desde su planteamiento. El desconocimiento de la vida resultaba una eterna espera para un final anunciado, una eterna batalla día a día ganada y perdida, cada segundo robado a la vida es una victoria de la muerte, y cada segundo ganado a la muerte es una postergación de victoria de un único final.
Continúo caminando hasta salir de la estación de autobuses, tomó un segundo para sentir el cambio en el clima y camino en el primer rumbo que mi vista encuentra. Cualquier lugar sería mejor que estar sentado más tiempo. Camino bajo el sol que cae persiguiendo a mis pensamientos, rodeo a las muchedumbres y me escabullo entre las multitudes, trato de seguir el mapa hasta el centro de la ciudad manteniendo el capricho de perderme por el camino o encontrar uno nuevo. Tengo que admitir que a veces no esperar nada y no tener rumbo parece el camino más ordenado para una persona perdida como yo.
Hoy estoy aquí entre palomas, turistas de shorts largos y señoras de playeras coloridas y piel rosa, consciente de que la inconformidad me ha seguido desde mi nacimiento, permitiendo cortos periodos de ilusión de un digno descanso a la incesante realidad que permita no pegarme un balazo en la boca como cada café de la mañana me lo pedía en cada sorbo, y aunque la inconformidad me abrace y me despida a cada paso, ella termina siendo mi única compañía constante y conocida. La realidad es una cosa eventual y nada más que eso.
El tiempo había perdido trascendencia en mi vida, a veces buscaba caminar entre la romántica luz que proyectaba la ciudad frente a la noche cálida y próspera para la seducción de quien la atraviesa. A los días los inundaba el calor y la vida, a la noche la rodeaba la sensualidad, y el placer acechaba a cada esquina, paso a paso, calle a calle, vida a vida.
Me agrada ver a los enamorados caminar, algunas veces caminaba por el otro lado de la calle y veía sus expresiones mientras podía. Hasta mucho tiempo después entendí que lo que veía era el paseo y el encuentro de dos almas llamando a sus cuerpos a encontrarse, una llamada sin final y sin sonido. A través de ellos traté de entender lo que era el amor, y nunca supe si el amor era eterno o lo eterno era el amor. Me preguntaba siempre qué tanto puedes acercarte al amor para conocerlo, en qué momento empieza el reflejo, en qué momento caen las máscaras, en qué momento se desnuda el sentimiento, y en qué momento lo tienes en tu ser para que tus demonios lo despedacen.
El amor tiene un asesino seguro y universal, la convivencia. Y es que la convivencia son las manos torpes que toman el amor fluyendo como agua y lo quieren tratar como el barro que edificará un hogar, que soportará la tormenta y dará calor, cuando en realidad su trabajo es no detenerse, es fluir a través de todo. Abstracto, sin sentido, tal vez caprichoso, desorientado, fugaz y etéreo, sólo así podía mantenerse vivo al amor, pero somos asesinos, y tenemos que hacer convivir todo, hasta ahorcarlo y verlo morir, para preguntarnos porque murió si lo cuide tanto, después olvidarlo y tratar de encontrar uno nuevo. Solo existe un amor en la vida que vamos disfrazando y matando mil veces.
Terminé alquilando un cuarto barato a las afueras del bullicio, donde pude comprar un poco de aire acondicionado, revistas viejas, aguapanela fresca y un decorado de mal gusto. Tenía de vecino de cuarto a un viejo alegre que disfrutaba de ver el televisor en silencio. Al saludarlo vi unos ojos con las pupilas carcomidas y unos ojos sumidos en ojeras profundas. El anciano era feliz viendo la tele desde su mirada ciega, con algunos dientes amarillos y otros faltantes, unos pies destajados por no moverse lo enraizaban al piso, una mano incrustada al sillón y la otra al control del televisor, la resequedad de una piel pálida y sin vida, pero una sonrisa enorme resaltaba su pintura, una máscara perfecta en un cuerpo totalmente adaptado a una vida de torturante y de absurda rutina.
Con honor hablaba de su vida, sus hijos lo habían dejado hace quince años, su esposa murió hace veintidós, trabajó toda su vida en una petrolera y alcanzó sus honores y una jubilación. La única manera en que ese anciano decidía estar vivo es porque había preparado toda su vida a este momento, la única manera de vivir sin amor y amando a la televisión es de esa manera, habiendo tenido una vida donde eso era un deseo anhelado por años de manera sistémica e inconsciente.
Conforme iba pasando el tiempo, sus palabras se desvanecen antes de llegar a mi ser. Cada vez lo veía más inerte, no había signos de movimiento más que en su asquerosa boca, la pesadez de su ser inundaba sus palabras, la pesadez de su vida inundaba a su ser, hasta que llegó el momento donde su voz era muy densa para ser entendida, solo me escuchaba a mi y al vacío, escuchaba el sonido de mi sangre, la luz se hacía tenue, no me interesaba estar ahí y cada segundo era preferible el infierno a continuar conviviendo con alguien. A la primera oportunidad que tuve encaminé a mi cuarto para buscar un poco el sueño que el largo e incómodo camino no permitió. El anciano volvió a enraizarse en su sillón, la luz del televisor plasmaba el único movimiento en él, las repetidas imágenes, las risas pregrabadas, el comercial de productos innecesarios, la fantasía de los actores, noticias alarmantes e incesantes, todo bailaba en el rostro del anciano decrépito.
Fue la mitad de la noche la que me trajo los inútiles recuerdos que cargo conmigo.
Me despedí de casa sin voltear a ver nada de lo que se quedaba atrás, no podía soportar una realidad que no estaba en coherencia conmigo, ¿o era yo el que no estaba en coherencia con la realidad? Dejaba atrás las comodidades de una vida lograda y planificada desde el inicio, la estabilidad de un trabajo bien remunerado y la compañía fiel de una bella esposa, fue un crimen el dejarla sin explicaciones y un homicidio el irme sin remordimientos. Aunque para limpiar un poco mi conciencia y evitar tentaciones de regresar deje todo a su nombre junto con gran parte del dinero ahorrado a través de los años. Estaba comprando mi buena moral aunque de poco sirviera y de menos me importara, pues a la voz que martillaba dentro de mí nada le excitaba fuera de sus reclamos.
Viví en silencio desde que tengo memoria, sin que nada me faltara, con un escaso deseo y pocos verdaderos intereses, maquillado detrás de una sonrisa y un halo de una vida tranquila. Tengo cincuenta y dos años, treinta trabajando en el mismo lugar y treinta y cinco con mi esposa, a mi trabajo lo dejé de procurar en el momento que ganar dinero era lo único que me esperaba, el poder y el reconocimiento me empezaron a causar nauseas. Mi esposa y yo dejamos de hacer el amor casi al mismo tiempo de que sucedió eso, nos convertimos en dos cuerpos vacíos cuyas mentes tenían que estar en otro momento para poder tolerarnos, el acto sexual representaba el momento más frío de nuestro desamor, la falta de deseo y la pesadez del día acababa con cualquier rasgo de empatía que pudiéramos rescatar, pero todo, maquillado detrás de sonrisas casuales. El sexo y la idea de estar con alguien más que ella me causaba un desánimo inmenso por el simple hecho de reconocerla humana y de saber que el lugar al que iba a llegar era el mismo de donde partía. Con mi esposa concebimos dos criaturas que espero algún día entiendan que dejar la casa y alejarme de ellos fue el acto de amor más grande que les pude haber dado, separarlos de mi existencia vacía que absorbía la vida a costa de todo lo que lo me rodea terminaría por ser un éxito ante la sociedad, pero un fracaso entre nosotros.
Una mañana, mientras me vestía para ir al trabajo decidí amarrar mal mi corbata, me permití dudar, después subí al auto y manejé hacia la oficina, me incité a dar una vuelta equivocada, corregí el camino, me permití dudar de nuevo, manejé un poco más esperando encontrar el camino de siempre, hasta que di otra vuelta equivocada y entonces estuve seguro que este momento tan inesperado era lo que mi vida había añorado siempre. Sin emoción, sin anhelo, sin resentimiento, manejé hasta donde el combustible alcanzara y cuando se terminó el camino dejé el carro abandonado y una carta dentro para cuando encontraran el auto, solo escribí “estoy bien, no voy a regresar”.
Desde hace tiempo tenía en la boca una serie de argumentos con los que me sentaba a discutir cada noche, en donde trataba de disuadir de una muerte anunciada respecto a la vida que llevaba. Todos los días desde entonces pienso como cada día vivía tan cerca de la orilla, era un soplido del viento lo que me tambaleaba entre la sociedad y la ausencia de ella, todos estamos a un soplido de caer al vacío, cada vez vivimos más entre los bordes de la locura absoluta o la locura enmascarada de cordura.
Hoy pienso hacia atrás y la falta de memoria de la vida puede ser un reflejo de que no hubo vida antes de este momento.
La noche continuaba, el sueño volvió a hacerse presente.
La sensación de ser un forastero en un mundo en donde no pertenezco era frecuente, estando aquí o en cualquier parte del mundo, incluso en cualquier momento de la vida. Me veía en un espacio blanco frente a una caja llena de piezas que embonan y yo a un lado con algunos bordes filosos, algunos torpemente cortados y sin un sentido en específico, sin que pudieran encajar en ningún lado, obligado ver un cuadro perfecto, terso, y con una armonía entera, y fuera de eso nada más, yo como parte de otro cuadro, pero inacabado, abstracto y condenado a no encontrar su lugar y solo observar el perfecto armado de las demás piezas.
Mi papel era ser el repetido intento de abstraer algo, condenado eternamente a solo sentir como rebotaban algunos sentimientos en la parte más exterior de mí, ninguno con la fuerza suficiente para romper la última capa, sin esperanza de aperturar luz a través de una rendija, nunca había sido digno de ellos, una piel áspera y faltante de vida no lograba absorberlos, y extender la mano e ir por ellos era desprenderlos de su belleza, era darles forma y acomodarlos en donde nunca podrían caber, sentir las piezas volverse arena al momento de tocarlas para verlas rehacerse de nuevo a la distancia.
Terminé (¿o empecé?) pensando que no era digno de entender ciertos sentimientos que rigen la normalidad humana, los bordes que hacen que las piezas encajen parecen ser sentimientos que no poseía. El tiempo refinaba y alisaba los bordes para que encajaran con mayor sutileza, pero conmigo los volvía torpes y ásperos, se hicieron inútiles y dejaron de ser piezas para volverse piedras.
Con un sabor amargo en la boca recordaba lo que había sido mi piel antes, la sensación de los grilletes que me encadenaban a un lugar no deseado volvían a acariciarme atrevidamente, la seguridad era una seducción imposible de evitar que rodeaba cada parte de mi piel, me asfixiaba un poco y me arañaban dulcemente el cuello, los pies pesaban y mis manos eran atraídas a la tierra, me desgarraba el peso inmensurable de la estabilidad.
Todos los sentimientos eran lo contrario de lo que deberían de ser. Se estaba desgarrando mi alma con el sonido agudo y rasposo de una hoja de papel que es arrancada por la mitad, ese sonido sordo y eterno, irremediable y lento en su desprendimiento. Por otro lado mi alma caprichosa tiraba hacia un deseo que solo ella podía entender, libre de la prisión de las palabras, al contrario de mi estúpida razón humana sólo orientada por donde las palabras podían encontrar camino. Que ciego era que solo podía ver lo que mis ojos me decían que veía.
Vivía en un tironeo tan intenso y tan recurrente que cuando el alma y la razón se dirigen a lugares distintos creamos cuerpos vacíos y vivimos existencias sin rumbo, vivimos una vida fuera de nuestra realidad, vivimos forzando un sentido y no caminando con un sentido, donde un alma elongada y desgarrada a su máximo es una de las cualidades más fáciles de encontrar hoy en día, incluso la más añorada, es el trofeo que acompaña a la fama y a la fortuna, y que envuelve a quien la obtiene y la ve escurrir entre sus dedos quien pasa cada mañana pensando en ella desde lo lejos.
El alma le habla a los oídos sordos, el alma le hace señas a los ojos que no quieren ver, el alma grita con incansable fuerza a quien no está listo para moverse, la nobleza del alma no la deja descansar, pues el descanso del alma nos condenaría a una vida vacía.
Palabras pesadas como el "deber" ahogaron a un cuerpo que solo buscaba no hundirse más, el alma no deja de guardar aire para subir a la superficie del oscuro mar, pero el cuerpo no deja de tragar agua para convencer al alma de que nada está mal. Nos construimos a base de egoísmo y de egolatría, creemos que podemos saber lo que sabemos, que podemos entender lo que queremos y que podemos controlar lo que somos, pero solamente somos deseos de una fuerza más grande.
No tenía planes de trabajar, ojalá nunca más en la vida, cargaba con el dinero austero pero suficiente para no tener que preocuparme por dónde dormir y comer. Por las tardes me relajaba salir a caminar por las mismas calles y cambiar de último momento a una calle desconocida, no me atrevía a cambios, era uno el que me permitía al día. Me racionaba mi sorpresa y me racionaba el lugar que habitaba, trataba de racionarme porque sabía de la muerte inevitable de todo.
Vivimos muchas muertes en nuestra vida, vemos morir nuestra inocencia de niños, vemos morir nuestro entender del amor, vemos morir la esperanza, vemos morir nuestro cuerpo mismo y aún así nos espanta la idea de morir. Y lo peor es que no solamente somos asesinos de nosotros mismos, peor aún, somos verdugos del prójimo, cada parte que matamos en nosotros primero la intentamos matar en el otro.
Caminando a cada cuadra sentía la mirada esperándome en la esquina, la presencia tras la cuadra caminada que me había seguido constantemente a cada paso y a cada ciudad que había llegado, desde que viajé sin tiempo y sin rumbo, por cincuenta y dos años de existir. Mi vieja conocida me susurraba al oído con esa voz encandilante que me pedía atención y reconocimiento, su aliento me seducía a cada beso indiscreto que me robaba, me volteaba la cara para mirarla y luego me despreciaba.
Nunca deje de escuchar su voz tenue y seductora, su voz me había ido encerrando en un espacio más pequeño, a cada palabra me arrinconaba en un calabozo donde poco a poco me robaron el espacio, el aire, y la esperanza, cada día un centímetro más pequeño. Cuatro lados apretándose, cuatro lados sofocándome, cada día más ensanchado, hasta que las paredes frías acariciaban mi piel, con cada sonido de su boca sentía la presión de las paredes sobre mí, encogía mis piernas, y abrazaba mi torso, mi cuello era agachado por la fuerza de la pared superior, un centímetro cada vez más chico, un respiro cada vez más difícil, empecé a perder espacio para pensar, mis pensamientos cada vez chocaban más entre ellos, lo áspero de cada palabra se afilaba contra la otra, me estaba asfixiando mentalmente y empecé a cortarme para tener manera de ganar espacio a mí mismo. Mi cuerpo empezó a quebrarse desde dentro, primero cae la mente y luego cae el cuerpo, mis costillas empezaron a crujir y los huesos astillados rasparon mis pulmones, el tiempo empezó a ganar peso, se arrastraba con lentitud, empecé a reconocer la vida como dolor, y entonces, un centímetro menos. Mis rodillas chocaban con mis hombros, hasta que llegue al punto donde era más dolorosa la idea de salir y ser libre que permanecer en esta posición, donde el dolor era conocido. Mi nueva forma era pequeña, amontonada, recluida. Liberarme era entregarme a la muerte, y nunca estamos listos para morir. La caja en la que existía me encerró, me atrapó, me destruyó y después fue mi única esperanza de mantenerme con vida, salir de ella era enfrentarme a una forma que ya no existía.
Se empezaron a perder los colores de la ciudad, se esfumaron frente a mis ojos, el color de la fruta se desprende y se cae, el sabor de la fruta gotea por mi boca hasta escurrirse y escaparse, el cielo espanta a las nubes para dejar paso solamente a un sofocante ambiente que me pedía volver a moverme, las personas dejaron de ser ruidosas, la música no sonaba, todos se movían, pero nada se escuchaba, la pintura empezó a desprenderse del óleo, el caballete rechinaba y terminó por agrietarse. Todo fue reflejo de un alma rota.
Recordé entonces que el camino era mi hogar, que mi único acompañante era el sol eterno, testigo de mi fracaso eterno llamada vida, y ahí en la puerta estaba tendiendo la mano una vez más, la única mano conocida, el único calor que mi cuerpo reconocía, viéndome a los ojos como quien se encuentra a sí mismo, la mirada tranquila que sabía que era cuestión de momentos para que volviera a ella, la mirada caída pero paciente, con su sonrisa condescendiente, tierna, reconocible, sentí la mano tersa de la inconformidad.
Salimos tomados de la mano, ella guiando mi camino, dejando atrás las miradas que solo ven el suelo, su mano acariciaba la mía, su eterna calidez me hizo rendirme ante ella una vez más, me susurró al oído, enchinó mi piel y se llevó mis dudas.
Al final cualquier lugar es lo mismo, y hay que volver siempre al camino que no lleva a ningún lado.
Cultura
El Caminante
18 diciembre Por: UPRESS