Cultura
La Suerte del Ingrato
11 diciembre Por: Yolanda Jaimes
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Alas de la Memoria es un espacio de creación literaria de la Facultad de Humanidades a cargo del profesor Noé Blancas. y el presente texto es el Cuento ganador del Segundo lugar en el II Certamen de cuento “Alas de la Memoria”, convocado por la Facultad de Humanidades UPAEP.

 

Por: Gibram Vega Veleces

—Pero si le digo compadre, vaya a pedirle al muchacho, deplano, usted está jodido y no quiere hacer nada para ayudarse, ¿ya cuántos niños se le mueren? –me dijo un compadre.

—Tres, compadre, van tres y me quedan cinco –le contesté–, pero tiene usted razón, eso vamos a hacer, yo ya he pasado por ahí, no recuerdo muy bien, pero he estado cerca de donde esta esa barranca –continué.

—Así es, a veces hay que recurrir a otros métodos porque Dios es efectivo, pero tarda en escucharnos –dijo y continuamos comiendo.

Cuando regresé a mi casa le platiqué a mi mujer de lo que había pensado hacer.

—¿Qué ’tas loco, Juan?, ¿cómo le vas a pedir eso al demonio, xárata Iká ara (cállate, tú), Diosito nos va a castigar por tu culpa.

—Pero, mujer, si ya estamos viviendo el mismo castigo, ¿que más nos puede pasar? –le respondí

—Pues tú sabes –dijo y continuó–, tú sabes a quién le rezas, ¿al menos sabes la historia de cómo llegó ahí?

—Me la sé –le dije–, al menos sé lo que contaron los abuelos: Dicen que siempre ha estado ahí, parado, con los pies firmes sobre el suelo, escondido entre las piedras y los palos de encino a la orilla de un cantil, también sé que es tan antiguo como la historia de nuestro pueblo, y por eso ahora solo quedan los restos de él, un pequeño bulto que emerge del suelo, entre las raíces –dije.

—Pues no te la dijeron completa, es cierto que está ese chamaco…

—Muchacho –interrumpí.

—Pues lo que sea, pero me entendiste –respondió la vieja sacando espuma, y continuó:

—Cuando los pastores que arreaban chivos desde Puebla hacia la Costa pasaban por ese lugar toda la chivatada se dispersaba por los cerros y tenían que volverlos a juntar, doble trabajo para los pastores, pero claro, tenían que descubrir la razón por la que les pasaba eso, entonces, un día pusieron más cuidado y descubrieron que de lo profundo del encinal de esa barranca se escuchaba un sonido, un silbido de alguien al que se oía a lo largo del lugar, “algún travieso”, pensaron y no estaban equivocados. Juntaron sus chivos y descansaron dequelado del río (pasando el río). Regresaron a buscar al intruso, a pesar de que lo más probable es que ya se hubiera chispado pa’l cerro, pero pasque estos lo espiaron, hasta que dieron con la piedra, una escultura color grisácea que daba belleza a un lugar tan abandonado. “¡Con que tú eres!”, dicen que dijo uno de los pastores mientras tomaba una piedra y se la arrojaba, y así hicieron todos, hasta que el muchacho quedó completamente destrozado, sólo quedó un pequeño bulto, las piernas con tres pinias a sus pies y dicen que de ahí en adelante, los pastores no volvieron a tener el mismo problema. Probablemente ese muchacho del que hablas sí tenga poderes, pero recuerda la historia, a él le gusta hacer travesuras –terminó.

—Me basta con que me cumpla lo que le pediré –dije

—Entonces ya has decidido –contestó–, nanguá etha (ya no digo nada) –dijo por última vez.

Pronto se hizo de noche, había luna llena y todo el patio estaba iluminado, mi mujer se acercó con una taza, respiré y el dulce aroma de café con panela entró en mí.

—Mañana me voy –le dije y ella inclinó su cabeza indicando que estaba bien. Ese “mañana” solo sería en un par de horas así que descansé un poco. Cuando me paré ella seguía viendo el fuego de la cocina arder, creo que ni siquiera peló el ojo.

—Ahí están las cosas –dijo sin siquiera verme, me levanté y salí afuera, corté un poco de flor de muerto e hice rosarios con ellas, las metí en una mochila, después fui por las velas que había hecho días antes, ya estaban secas, así que las arranqué del molde con facilidad, tomé un gallo y una gallina con crías, y los encerré en una jaula que llevaría conmigo.

—Ya está el café –me dijo mi mujer asomándose por la ventana.

—No voy a tomar, iré ayunado, dije y recibí un “está bueno, pues, Ayu´ra (vete).

Los chamacos aún seguían dormidos cuando salí de casa, pero no me fui hasta haberlos limpiado con las velas que llevaría. Aún faltaba mucho para que el sol se asomara entre la peñasquera de los cerros. Una lechuza cantó a lo léjos, ¡desgraciada!, no es buena señal, pero seguí caminando con el candil en la mano.

Apenas quería coloradear el cielo cuando a lo lejos vi la barranca, no pude bajar parado, así que lo hice a gatas, recorrí todo el trayecto así como me habían dado la seña: “pasas la ocotera y bajas la barranca para que después subas a mitad de cerro, te vas a dar cuenta, en esa parte no hay pinos, hay puros encinos, desde esa parte ya se puede ver el río, ahí es”, y así fue.

Se abría paso a un camino entre un arco de árboles y sus hojas secas tapizaban el resto del suelo, el sol ya había salido apenas y podía atravesar entre las ramas de esos árboles grandotes que crujían cuando el viento soplaba, mientras más me acercaba a la piedra, olía más a copal, en el piso había ollas de barro ya quebradas, entonces tomé un poco de varas y limpie el suelo de esas hojas ya tostadas por el tiempo, limpié el espacio que iba a ocupar para poder hacer mi promesa, bajé mi carga y junté lumbre porque ahí iba a entregar el presente, como es costumbre, cuando alguien va a pedir algún favor a alguien más, se le lleva un regalo como muestra de compromiso. Como me lo habían contado, solo un bulto de piedra que emergía del suelo, sus pies. Tomé los rosarios de flor y se los colgué, y tres ramos los dejé a sus pies, la brasa que había resultado del fuego la puse delante de los ramos de flores y le sorrajé el copal. “Ahora sí”, pensé.

Me hinqué frente al muchacho y me di cuenta que la tierra que pisaba era arena, sí, era extraño porque había arena solo hasta abajo de la barranca y toda esa falda era de tierra colorada. Encendí una primera vela:

—Florenciano Martínez Robles –mencioné mi nombre–, dime le da esperanza, en el pueblo de Yerba Santa hasta terrenos de Totomixtlahuaca–, tenía que presentarme, decirle mi nombre, de dónde venía, y pedirle permiso de estar en la tierra que pisaba. Cuando acabé de hacerlo, enterré la primera vela y la ensomé. Así hice con cada uno de mis cinco hijos, fui colocando cada una de sus luces frente a mí y acabé con mi mujer. Nuestras luces tienen que ir hasta las orillas porque nosotros somos los grandes, los papás, y las luces de nuestros hijos tienen que estar en medio, protegidos por nosotros.

—Dame permiso de poder decirte lo que me aflige, todo lo que me preocupa para que puedas darme la solución, dime le da esperanza a este pobre y a su familia. Vengo desde lejos, tú conoces mi pueblo, está más arriba de esta montaña, donde la tierra es aún más fría y poco fértil, vengo a verte porque tú eres el poderoso, el que escucha y no dilata en dar respuestas, y he traído ante ti un pequeño presente –tomé y rodié con mis manos al primer animalito de la canasta, el gallo, y lo elevé hacia el bulto de piedra mientras declinaba mi cabeza, en forma de ofrecimiento–, tómalo, el precio de la riqueza es la sangre –y con una navaja le puse fin al animal.

Los abuelos dicen que ellos se alimentan de sangre y la carne se la lleva el fuego, nuestro abuelo, como decimos nosotros, así que la cabeza del gallo se fue a la lumbre, me puse de pie y comencé a regar la sangre sobre el suelo y encima del muchacho. De ahí viene la oración. Yo sé que no está bien sacrificar a los animales y desperdiciarlos, y muchos podrán pensar que soy un tonto porque en vez de comérmelos los doy de ofrenda, pero esto no es un desperdicio porque con esto él me va a ayudar. Cuando terminé de rezar, arrojé el cuerpo del animal a las brasas y volví a repetir lo mismo, pero ahora con uno de los pollos que estaba criando la gallina. Ofrendé siete animales, un gallo, la gallina y sus cinco pollitos, siete ofrendas por siete personas, bien dicen que los favores son de sangre por sangre.

Pa’ cuando acabé ya casi estaba oscureciendo, pero aún no se quemaban por completo los animales y no me podía ir hasta que estuviera el trabajo completo, así que junté más lumbre y no me fui hasta que la última pluma se hubiera hecho carbón, para entonces ya era de madrugada, la luna estaba en su punto más alto, recogí todas mis cosas y agarré todo el filo del cerro.

Llegué a mi casa cuando los gallos ya empezaban a cantar, cansado y con hambre.

—¿Cómo te fue? –me preguntó la señora.

—’Arajo, seré pisque si no se nos concede el milagro, si ’bieras visto, las velas se quemaron parejitas, no sopló el viento, ni las apagó, nomás de ida la lechuza cantó, pero esa pobre a lo mejor y nomás lo hizo porque está igual de hambrienta que yo, pero ¡chingado!, ahora tengo mucha hambre, jala energía el rezo. ¿Por qué no matas una pollita?, aunque sea pa’ tomar caldo –me regresó a ver mi mujer:

—Ja, ¿pero cuál pullita, pues?, ¿qué no ves que la única que teníamos era la que te llevates ayer?

—De veras, pues, ni modo, aunque sea vamos a mascar caña –le dije.

—Ayer fui donde tu papá, el chamaco amaneció enfermo.

—Ahora, ¿qué cosa le pasó a ese? Juancito, de seguro.

—¡Que no ese mero!, en la baraja salió que es cuenta de maíz.

—¡Qué lo re parió!, pero ayer le dije: “no andes jugando el máis, te va a castigar por travieso”, pero no entendió, pobre mi’jo.

—Ahí está la consecuencia, pues y luego tu papá me empezó a regañar, le conté a donde te fuites y ya sabes lo que dijo.

—Y ¿qué cosa dijo?

—Lo que siempre dice, pues, cuando no le parecen las cosas: “Ahí Dios que te ayude y el diablo que los arrempuje sus culos”, tu mamá nomás nos quedó viendo, pero no dijo nada, pobre, también si opina se la chingan, ya de ahí volvió a decir tu papá: “Querían ir hasta tierras de Totomixtlahuaca a pedir favor, hubieran llegado hasta el pueblo, ahí está el patrón, a ese lo hubieran ido a ver, él no pide pollo, no pide nada, nomás que uno se acuerde d’el”.

—Va a ir también, no se apure usté –le dije–; “’ora con qué cara van a ir a pedirle al Señor”, nomás me dijo, y ya no le contesté. Pero ¡tú!, me dio harta virgüenza, que llegando a la casa como que me iba a dar calentura, pero luego agarré epazote y sal y me empecé a limpiar, pasque ya no me dio.

—¿Qué cosa le andas contando?, también tú, si ya sabes que mi papá nunca nos enseñó esas cosas, ya vete pa’allámejor, vieja chismosa –la regañé y me acosté a dormir.

Pasó el primer mes, después el segundo, el tercero, y nada. Siquiera una becerrita me hubiera concedido, pensé, pero nada. Un día mandé a mi chamaco, el mayor, a ver el corral.

—Hijo, vete, no vaya a entrar el animal dañero a comerse las matas de Tunduyo que sembramos –le dije.

—Ta’ bueno apá, voy –me dijo sonriente y se fue.

Se hizo tarde y no llegaba y yo ahí estoy, pues, esperándolo. Falta que no se haya ido en el cantil, pensé, pero justo en eso abrió la puerta:

—Ya vine apá –me dijo–, la de buenas que me fui hoy, qué ¿no estaba una becerra y un becerro dentro del corral?

Cuando me lo dijo hasta me brillaron los ojos.

—¿Cómo se metieron?, sabrá Dios, porque la tranca estaba cerrada, pa’ mí que deporsí son corraleras las mañosas, no tenían ni fierro.

—Está bueno hijo, ¿las amarraste, verdá? –le pregunté.

—Qué las voy a andar amarrando: “La chingada, pinches becerras, lo van a ’cabar mi calabaza”, pensé, y vieras visto pues, mansitas las desgraciadas, no se querían salir, cortaban vuelta, así que cuando abrí la tranca, con palo y piedra las fui sacando –me dijo, y ya mero se me andaba iyendo la trompa chueca.

—Hijo, si serás de tonto, esa era su suerte. Cuando fui a ver al muchacho eso le fui a pedir, ganado, ya ni la chingas también tú.

—Órale, levántense todos–, grité dentro de la casa y todos corrieron a donde estaba. Nos fuimos al terreno a buscar a esos dos animales, vuelta y vuelta andaban todos, sí, había rastro, subía a la peñasquera del cerro, pero ya no jayamos nada.

Así que ahí me tienes. Pero eso me pasa, pues, por andar confiando en otras cosas, si bien me dijo mi vieja, fíjate bien y pon cuidado con ese travieso, ahorita hasta se ha de estar riendo desde su barranca, todo por no seguir lo que los viejos me enseñaron. Ni modo, pues, así es la suerte del ingrato. Pero ahora sí estoy jodido, mano, porque como dijo la canción: ni padres ni consuelo me han quedado.

 

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