Alas de la Memoria es un espacio de creación literaria de la Facultad de Humanidades a cargo del profesor Noé Blancas.
Por: J. M. Robledo.
Suenan las campanadas de las dos en el reloj, en el tan prematuro segundo sábado del tercer mes del año. Recuerdo la histeria de la querida Rosalía Quevedo por la llegada de Gilberto Morones era tal, que los vasos de la mesa empezaron a temblar y murmurar con tanto afán hacia las rabietas tan chispeantes de Rosalía. Recuerdo que Emiliano Salazar había llevado a su casa un par de canastos con fruta madura y fresca para el almuerzo de media tarde; también recuerdo que salió de su casa “El loco” Martínez gritoneando a la nada el cómo había aprendido a pesar el viento.
—No puedes pesar el viento —le dijo el mismo Emiliano cuando iba de paso a casa de Rosalía esa mañana.
—Lo que no se puede pesar es la ignorancia, porque de tan vacía que es, es difícil saber si la tienes bien sujeta y no flotando por ahí –decía “El loco Martínez” mientras parecía que cargaba algo tan pesado, que el mismo suelo parecía barrerse sin que hubiera algo en él.
Emiliano pensó que era coincidencia, y luego de ignorarle y escupir al suelo como lo hace cualquiera que mastica tabaco, se fue refunfuñando sobre la demencia de aquel hombre. Mientras tanto, en casa de Rosalía, después de que Anacleto Sevilla le ayudara con los canastos que dejó Emiliano y se fuera al patio trasero con su primo “el Bretón”, dedicó su tiempo a quitarles el pescuezo a los pollos regordetes que revoloteaban por todo el patio.
—A que la niña Rosalía anda quedando con el Gilberto Morones —dijo Anacleto con una expresión burlona.
—Así es primo, eso mismo me dijo su madre ayer, cuando le traje estos pollos para antes de la cena esta –respondió “el Bretón” mientras destazaba con un cuchillo grande y bien filoso a los pollos.
—¿Tú crees que éste sí se la lleve pa’los huertos como su esposa? —preguntó Anacleto torciendo los cuellos de los pollos.
—Mmm ’ta. Quién sabe, primo, ya ve que se dice mucho de ese Gilberto, hijo del cabrón de Paco Morones, ese que le mató a quién sabe quién el hermano allá por los pueblos de Morisco, no creo que se la lleve pa’ los huertos, la gente de ahí no quiere a nadie de apellido Morones –dice “el Bretón” con desprecio.
—Ya pónganse a trabajar, par de flojos —les dice una señora que sale al patio.
—Tranquila, doña Beltrán, ya casi le tenemos los pollos para su hija, ya ve que son medio canijos de destazar éstos –dice Anacleto, tomando un pollo por las patas y haciéndolo revolotear junto a su cantadito afinado.
—Tá bueno, nomás no anden de pachorros o les meto un chingadazo pa’ que vean si no los presiono –dice doña Beltrán, azotando su mano con la otra para amenazarles.
Los dos se ponen prontito a continuar destazándole los pollos. La concentración que tenían se vio interrumpida por los propios caprichos de la niña Rosalía Quevedo, que se escuchaban por toda la cuadra.
—A ver si le hace el favor éste, pues –dice “el Bretón” mientras se carcajean con el primo, de ahí se ponen a cantar y se pierden en el estruendo de la casa.
Rosalía Quevedo salió corriendo de su cuarto al espejo del baño, luego del baño a la sala, y de ahí a la cocina y al patio donde están los dos primos, de ahí regresa a su cuarto como si estuviera buscando con urgencia.
—Ya cálmate mi niña, así no te va a querer este hombre, toda loca y estresada –le dice doña Beltrán.
—Tú no entiendes. Tiene que ser todo perfecto para cuando llegue –reclama la niña Rosalía.
Gilberto Morones conoció un día a la joven Rosalía cuando ella andaba visitando a su abuela en el rancho de los huertos, ahí se conocieron. Y Gilberto la cortejó con esos encantos tan diabólicos que él se sabe y que ninguna mujer podría resistir, porque las hace flotar como abejorros atraídos por el dulzor de las amapolas y los tulipanes. Así era Gilberto Morones.
—Pero ni le conocemos bien todavía y ya lo quieres meter a la casa. ¿Qué va a decir tu padre? –cuestiona doña Beltrán mientras sigue de un lado a otro a su hija.
—A papá ni le va a importar por andar de borracho. Además, si no le conocemos bien, pues todo tiene que ser ordenado para impresionarlo –y así lo decretó.
La casa fue medida de tal forma que el lugar era geométricamente exacto, ni una imperfección, más que algunas partes de la estructura. Rosalía, por la desesperación, intentó romper el pórtico de la entrada para enderezarlo, midiéndolo con una regla y empujando a su madre quien la jalaba para evitar que continuara con su histeria. En la tienda de enfrente, su dueño, don Luis, y Emiliano Salazar veían los trabajos de la casa de Rosalía.
—No’mbre, si así de loca está esta mujer, ¿cómo van a salir los chamaquitos? –decía don Luis.
—No sé, pero creo que ya no me dan ganas de casarme, así han de estar todas de seguro –respondió Emiliano.
—Aparte, pa’ mí que el tal Gilberto nomás la quiere de un uso o así, porque ese hijo de su madre es bien canijo con las mujeres. Dicen que de tal palo tal astilla.
—Solo le falta el muerto al hombre para ser como el papá –dice Emiliano con carcajadas.
El loco Martínez volvió a acercarse, esta vez contorsionándose como como si cargara algo.
—¿Y tú qué haces ahí? –le grita don Luis.
—Cargo unos fantasmas –dice El loco.
—¿Cómo que fantasmas? Tas todo loco tú. ¡Sáquese, órale! –le dice Emiliano y trata de correrlo aventándole el brazo.
—Pos sí, cargo con fantasmas aquí. Este es el de don Ezequiel, este es el de la niña María, y este otro es el de Gustavo Solís, que anda medio enojado, me dijo que hoy iba a venir su compadre a hablar con no se quién para casarse con su mujer –señala al piso y a la nada.
—Ya vete mejor, hombre. Llévatelos, que aquí los muertos no viven –dice don Luis y El loco Martínez obedece.
—Pobre alma, tan loco desde que nació –dice Emiliano, entrando nuevamente a la tienda.
—Yo recuerdo que un día me dijeron que había vomitado chapulines vivos cuando era niño. Luego me dijo él mismo que se andaba viendo a escondidas con la virgen María, ese día le di unos guamazos pa’ que no anduviera faltando al respeto. Y ahora que anda cargando viento y llevando fantasmas –comenta don Luis–. Pobre de su madre y sus ancestros, de tanta tarugada que hicieron dejaron loco al pobre niño.
—Pos ya ve, sin ley de Dios andaban todos en su familia –responde Emiliano, mientras saluda con la mano a Anacleto y al Bretón, que terminaron de destazar los pollos.
—¿Ya saben quién viene? –preguntó “el Bretón”.
—Pos claro, el mismísimo Gilberto Morones –responde Emiliano, mientras estrechaban manos.
—Yo no sé qué le ven a ese cabrón, si bien cobarde lo ha de haber hecho el padre –dice don Luis, viendo a lo lejos unos niños que vuelan pelotas hacia las ramas de los árboles, los escalan, recuperan las pelotas y repiten la secuencia una y otra vez.
—Yo recuerdo bien el día en que le mataron al hermano a Rodrigo Herrera, hijo de don Herrera el de los huertos –dice Emiliano, agrupando a todos los presentes.
—¡Ah, jijo! ¿A poco a ese fue quien mató don Morones? —pregunta “el Bretón” con sorpresa.
—Sí, ese mero –continúa Emiliano. Yo estaba chamaco aún. Mi padre me platicó. Que don Morones y Paco Herrera habían apostado los terrenos que tenían en un juego de dominó. Los dos estaban ya bien borrachos. Luego, que dizque don Morones hizo trampa. Y el Paco, bien encabronado, que le saca la navaja y le cortó la cara. Que don Morones traía su pistola y ahí en la cantina se echó al pobre Paco, quien esperaba un chamaquito con su mujer.
—¿Y qué pasó? –pregunta el Bretón, desconcertado.
—Pues se peló el don Morones y se fue a no sé dónde con su hijo, ya ven que tenemos la misma edad con el Gilberto. Pero bueno, le hicieron entierro al Paco y el Rodrigo, junto con el don Herrera, siguen todos enojados. No han parado de buscarlo por los alrededores, y aparte tuvieron que mantener al huerfanito –concluye Emiliano.
—Ah, chingá. ¿Y crees que sepan que el Gilberto ande por estos rumbos? –pregunta Anacleto.
En ese momento se anunció que Gilberto Morones se encontraba en la entrada del pueblo. Cuando Rosalía lo vio a lo lejos aquel día, sintió que su cuerpo se desvanecía como la niebla, de tanta pena que le dio. Eso me dijeron, y que tuvieron que juntarle partícula por partícula para solidificar su conciencia ante la intrigante presencia de ese larguirucho bueno para nada.
Ya habían pasado unos veinte o treinta minutos. Ya había entrado al pueblo un caballerango guiando a un joven ensombrerado. Detrás de él venían muchos corriendo como asustados, se les veía en la cara.
—Trae chapulines –dijo uno de los hombres que corría.
Y así era. Enjambres infinitos de chapulines inundaron el pueblo tras su llegada. Todos, espantados por la plaga, decidieron detenerlo y sacarlo del pueblo, pero él no quiso irse.
—Vengo a ver una Rosa hermosa –dijo el joven, pero todos encabronados queríamos correrlo porque ya sabíamos a qué venía, a causar pura pena. Lo que no sabíamos era que venía a infectar al pueblo con las plagas de sus mentiras; y por triste que fuera, la niña Rosalía no veía esas plagas como amenaza.
—¡Qué buena fortuna ha traído! –decía ella.
Hasta el mismo Loco Martínez deseaba sacar a patadas al patán de Gilberto Morones. Ningún bienhechor traería una plaga así. Pero se metió a la casa de Rosalía Quevedo. Los demás nos pusimos a corretear y matar chapulines, que se habían metido hasta en la conciencia de los niños.
Tan grata fue la impresión de Gilberto al ver la casa, que sintió que era rey del mundo al ver que esta niña le daría todos sus caprichos con un corazón tan hinchado de amor, que el fácil susurro de la negligente emoción de Gilberto le derretiría los ojos en lágrimas ácidas. Así fue como intentó hacer todo truco para hipnotizar hasta a doña Beltrán. Don Quevedo, el padre, nunca dio luces en la casa; dicen por ahí que se lo chupó el vicio en carne propia, porque el buen don Luis había ido a la cantina de don Leo cuando cayó la noche, y vio a don Quevedo irse junto a una Cegua al momento de caer el crepúsculo ardiente en sus llamas apaciguadas.
—Ni sé cómo no la vio tan clara –dijo don Leo con la piel tan pálida, que don Luis podía ver los nombres de las botellas de ron a través de las espaldas de don Leo, y claro, él también se asustó de tal horror.
—Pues ya va a ver cómo le va –respondió don Luis sorprendido.
—Compadre, tenía hasta el aliento del mismo diablo, su cabeza de yegua y la carne cayéndose a cachitos en el piso. Ahí sigue la carne, mire –dijo don Leo señalando con su mano temblorosa. Y así fue, yo fui esa misma noche cuando espantaba chapulines, vi la carne podrida en el suelo y a don Leo temblando aún.
—No que las Ceguas eran de allá de Costa Rica –le dije, pero sólo meneó la cabeza. Yo recordaba años atrás a don Herrera y Paco Herrera, quienes tenían parientes allá en Costa Rica, que contaban esa leyenda para que no anduviéramos de mujeriegos y desvergonzados.
Esa misma noche, cuando regresaba con don Luis, Anacleto y “el Bretón” de la cantina, nos volvimos a topar con el “loco” Martínez, viendo a los saltamontes irse del pueblo al fin.
—¿Qué andas haciendo tú? –le gritaba Anacleto mientras la luna iluminaba todo.
—Hay una bruja –dijo con horror en sus ojos, parecía como si las marañas anduvieran revoloteándole en las pupilas.
—¿Cómo que una bruja, mi Martínez? –cuestionaba “el Bretón”.
—Pos sí, una bruja anda por allá deambulando –señalaba por todos lados.
—Ya vete mejor a dormir, que ya son las once y ya ves que el chamuco se lleva a los locos a esta hora, a lo mejor por eso anda la bruja, para espiarte y seguirte para entregarte a él –era lo que siempre le decía don Luis para espantarlo a su casa; siempre funcionaba.
Dicho y hecho: se fue corriendo, no nos sorprendió ver que esa predicción se hiciera real cuando vimos al mismo chamuco con su costal en la espalda.
—Ya se me fue, ¿verdad? –nos preguntó mirándonos con esos ojos secos e idos, con sus ropas negras y desgastadas, sus manos tan ancianas y descuidadas, y esa boca que mataba con la sonrisa hasta las mismas flores sin abrir sus capullos.
—Sí, ya se peló a no sé dónde –dijo don Luis, asustado de nuevo, y el chamuco siguió su camino. Don Luis no podía creer que sus inventos se volvieran realidad.
Al rato, la noche cayó más profundo, salieron de la casa Rosalía y Gilberto para caminar a donde el caballerango estaba; curiosamente, los saltamontes le esperaban en la entrada, se despidieron con Rosalía y se fue a perderse en la noche.
Eso es lo que recuerdo de aquel día, ya hace apenas un año que se casaron. Para entonces, doña Beltrán había muerto, cuando la misma Cegua que se llevó a su marido volvió para darle ese mensaje: que a don Quevedo le había chupado el vicio y lo había dejado loco en el bosque. En misma noche que vimos al chamuco fue la misma noche en que don Quevedo por ebrio y loco fue arrastrado al infierno. Dicen que la Cegua le dijo a doña Beltrán que don Quevedo sufrió el mismo infierno en la tierra durante su corta demencia, antes de ser prensado por la seducción de una criatura tan descorazonada. Que las arañas se le treparon y él sacó su arma para espantarlas, luego, lo seguían sombras y, por último, el diablo lo metió en su bolsa mientras la Cegua lo sostenía de entre los brazos, como a un niño desobediente. La misma Rosalía, en plena noche nupcial vio en la casa a la Cegua espantando a su madre, y luego la madre murió de un infarto. Y cómo no, si la Cegua se arrancaba la carne podrida de la cara y la aventaba a la cama de doña Beltrán. Así quién no se moriría de un infarto.
<>Pasado ya un tiempo, para celebrar el primer año de casados, decidieron organizar una comida con el resto de la familia. Para ese entonces, los Herrera aún no se habían enterado del paradero de don Morones; sólo el de Gilberto. Todos en el pueblo estábamos con la sorpresa de que los Herrera no habían ido al pueblo a saciar su sed de venganza.
Rosalía Quevedo, con la actitud tan recia que había heredado de su madre y que había puesto en práctica desde su fallecimiento, nos ordenó a todos apoyar en la casa para la cena. Sin embargo, no podíamos quedarnos a celebrar con ellos. La niña Quevedo había heredado también la casa y se habían quedado ahí con Gilberto Morones, y para esta cena nos excluyó a todos sus amigos y conocidos. Por ello insisto: qué raro que los Herrera aún no hayan ido a saciar su venganza sabiendo tantas cosas desde el día en que llegó ese mal nacido.
La cena se preparó con tres días de anticipación, pues se decía que don Morones y la familia iban a estar presentes en el pueblo después de más de quince años. Y así fue.
—Creí que el diablo se aparecía de noche y sin apellido –dijo don Luis con disgusto, pues todos en el pueblo sabíamos ya la historia, y para mala suerte de los Morones, todos adorábamos a los Herrera a pesar de sus errores con Paco.
—Ya ve –dijo “el Bretón”.
En un momento tan repentino como el granizo, apareció el Loco Martínez hablando a la nada.
—No hablo con la nada –decía mientras don Leo, quien cargaba unas cajas con licores para los Morones, lo regañaba.
—¿Y con quien hablas?, ¿con demonios?
—No, con doña Beltrán, quien está asustada –dijo El Loco.
—¿Y qué quiere? Si ya Dios le había dado descanso –replicó don Leo.
—Es por los Morones, su hija no estará contenta –dijo y se largó con prisa.
Durante esos tres días de preparación, don Luis y Anacleto vieron en las noches rondar a doña Beltrán con una cara de espanto. Era como si ella, aun estando muerta, hubiera visto muertos. Esas noches en el lapso de aquellos tres días se les apareció en la casa a Rosalía y a Gilberto. Su hija dice que la vio la primera noche en el baño, sentada en la esquina de una regadera con cadena, sus ojos se expandieron tanto que Rosalía pensó que era un mal de ojo que le estaba haciendo. La segunda vez que la vieron fue en la cocina, sólo observaba a la pareja que bajó a ver si se habían metido a robar, pero sólo era doña Beltrán que tenía hambre y no podía sostener la comida. La última de esas noches, cuando llegó don Morones a la casa, juntó a algunos de la familia, él la vio y que le puso su peor cara de enojada, con el ceño arrugando la frente de una manera sobrehumana, sus ojos llorosos del enojo y su respiración tan agitada que parecía que iba a tener un arranque; sin embargo, desapareció cuando Rosalía se levantó asustada por una pesadilla.
—Estaba enojada. Pa’ mí que no sabía que Gilberto era hijo de don Morones –dijo don Luis.
La mañana siguiente era encantadora, por primera vez se sentía una paz absoluta, que daban ganas de tirarse al suelo y quedarse ahí para siempre. El único alboroto que existía era en la casa de Rosalía, y gracias a Dios no hizo sus berrinches de siempre. El aire cambió cuando Emiliano vio por la entrada del pueblo a Rodrigo Herrera caminando a prisa. Había estado trabajando con un ganado y, al parecer, se le había perdido un cordero inquieto que le habían visto masticar las bolsas de piel que iban en las sillas de montar de algunos caballerangos que iban igual de paso. El mismísimo Rodrigo Herrera regresó al pueblo después de años de guardar luto a su hermano allá en su tumba en Los Huertos.
Sería la única razón que hizo cambiar el cálido y suave aire de verano en un soplido tan recio y lleno de peso como la conciencia, pues ahí estaba correteando al cordero cuando oyó a la niña Rosalía gritoneando a su marido por perezoso y patán, como todos lo conocíamos y por lo que se sabe. Rodrigo, al ver que de una casa correteaban a alguien con una chancla, se quedó quieto como un poste al contemplar los sucesos de la vida misma que lo atormentaba en la profunda experiencia de un trauma tan aferrado a su memoria como se aferran los muertos a la tierra después de morir y saber que los jalan a la oscuridad de un inmortalizado olvido. Un vacío en el estómago y unas ganas tremendas de reventar en llanto y gritos a más no poder le surgieron cuando le vio la cara al hombre que correteaba, era el mismo Gilberto Morones hijo del desgraciado que mató a su hermano. El pobre estaba con el corazón en el cuello y con los ojos hechos agua, el sudor le caía al suelo y sólo la conciencia le daba vueltas a sus recuerdos como se ha mencionado, era como si le hubieran lanzado una piedra a la vitrina de sus dolores, era como si una vieja herida hubiera sido abierta de tajo con la misma navaja que la había provocado.
—Ya chingó este cabrón –se dijo a sí mismo y agarró lo que pudiera del camino, primero una piedra que se le resbaló al alzarla en el aire, luego un tronco que estaba podrido y se resquebrajaba con el más delicado tacto. Al final se armó con sus propios puños y al ver que Gilberto se acercaba rápidamente a la puerta de la casa perseguido por su esposa, lo detuvo con la misma velocidad con la que él iba corriendo. Su puño, tan dinámico en el movimiento en contra del viento impactó directo y derrumbó en deslave la noción de toda razón de su opuesto y cayó como han caído los grandes árboles arrancados por la cruel tempestad de la tromba durante un huracán, la lentitud del corazón en ese momento le llenó de impresión por lo que sucedía, mientras que la brutalidad de la gravedad absorbía en picada la cobardía de Gilberto.
Rosalía no tardaría en reclamar, sin embargo, Gilberto se recupera rápidamente y se chocan esas miradas llenas de recelo y cólera del pasado. Todos estuvimos impactados al verlos frente a frente.
—¿Tú qué haces aquí, cobarde? –le decía Gilberto a gritos.
Fuimos todos los presentes a detenerlos antes de que se armara peor alboroto.
—¡Cobarde tú y tu maldita familia, bola de cobardes asesinos! –gritaba Rodrigo con coraje, no lo podíamos detener, parecía toro por bufar y tirar tan recio.
—Pues si somos tan asesinos como dices, véngase acá toda su familia y aquí resolvemos esto con honor –exclamaba Gilberto. Intentábamos callarlo pero el hombre seguía rezongando como niño eufórico.
—¿Cuál honor? Cobarde, tú no conoces de honor ni nada –seguía diciendo el otro, y así se estuvieron un rato hasta que Rodrigo se fue refunfuñando y Gilberto se metió a la casa con Rosalía, gritándole y cuestionándole, tal parecía que ella tampoco sabía que era de esos Morones que asesinaron a uno de los Herrera, tal como pasó con doña Beltrán cuando se apareció varias noches.
Siempre se dijo que Rosalía aborrecía esos temas, y que no le importaba el conflicto entre los Herrera y los Morones, sin embargo, a pesar de ser muy ingenua y despistada como puede llegar a ser cualquiera, se pasó esta vez, al no saber cuáles Morones eran la familia de su marido.
Pasaron varios días y el pueblo se percató de repente, en una mañana, que varias camionetas estaban llegando a casa de Rosalía, eran los mismísimos Morones, junto a don Morones, querían guerra contra el otro apellido. No eran más que una bola de ridículos que se creían dueños de todo y seres inmortales; había uno de la familia en especial que se la pasaba presumiendo una revólver calibre 22, según él le había ganado a muchos en la ruleta rusa y a cada rato presumía apuntándose a la cabeza tirando del gatillo varias veces sin que la bala le explotara los sesos; se lo presumía a los más ancianos, a los niños y a las mujeres. Se llama Alberto Morones, un fanfarrón de primera, siempre decía que estaba bendecido por la propia sangre de Cristo, porque, según él, se le apareció en un árbol y le roció su sangre para demostrar que ni los más audaces pueden ser vencidos; simplemente faltaba un detalle, no era nada audaz, se sabe que se metió con una mujer del monte y la dejó desamparada con un pequeño que murió de viruela.
Pasaron los días y los Morones invadieron la casa de Rosalía y, en teoría, invadieron el pueblo. Se la pasaban cantando todos los días canciones que nadie conocía, tiraban su basura por doquier y se la pasaban tomando sin que nadie les detuviera. Amenazaron a don Leo por no quererles vender más alcohol. Llegaban a la tienda de don Luis a burlarse del pueblo mientras compraban lo primero que encontraran. Don Luis, desesperado, tras varios días decidió expulsarlos de su tienda y cerrarla un tiempo hasta que se largaran.
—No sea malo, don Luis, si no lo decimos en serio –criticaban los Morones entre carcajadas, pero don Luis no era tonto y tomó esas medidas a causa de aquellas burlas que se le hacían al pueblo.
—Ustedes nunca se toman nada en serio, ni a la misma muerte cuando les toque, porque son idiotas como el resto de su familia y sus ancestros, sólo la estupidez se contagia a los cobardes como ustedes –les dijo don Luis y se marchó sin voltearlos a ver a los ojos.
Unos días después intentaron meterse a la tienda para saquearla, pero don Luis fue advertido por nosotros y los demás vecinos decidimos sacarlos a escopetazos de la tienda, por desgracia, no pudimos sacarlos del pueblo porque estaban resguardados en la casa de la pobre Rosalía, quien a gritos se escuchaba que detestaba la vida que tenía.
Los días pasaron y no había señales de los Herrera por ningún lado, ni el Loco Martínez tenía ganas de hacerse presente ante esa manada de tontos. Ya nadie los quería en el pueblo, y se planeó sacarlos, si no fuera porque hubo una plaga de mal de puerco que a todos nos dio cuando iniciaron las fiestas de los santos de marzo, todos empezamos a tener la panza inflada y la fatiga al por mayor. Después de que la plaga se fue llegó una señal, la luna estaba sonriendo aquella noche donde se vio al fantasma de Paco Herrera.
Se le apareció a todos esa noche, con una mirada tan fría y perversa que pensamos que estaba enojado con todos, sin embargo, a quienes más atormentó fue a los Morones, quienes se despertaron ahí por las tres de la mañana gritando que les jalaban las patas.
—Ese tocayo ya nos quiere fregar otra vez –decía don Morones, quien parecía indiferente ante las apariciones.
—Esa es una señal, suegrito, se los quiere cargar la chingada y con mucha razón –exclamaba Rosalía, con molestia.
—Tú cállate, mujer, tú no sabes ni de qué habla mi papá –le gritaba Gilberto con un tono altanero.
Cuando el sol se empezaba a dejar ver, Rosalía sacó sus maletas y se marchó a donde le fuera mejor, no dijo adiós a nadie más que a la tumba de su madre, prometiéndole volver cuando el desgraciado de Gilberto muriera. Así fue y se desvaneció en el sendero por donde se entra al pueblo. Eran las 5 de la mañana y la neblina aún abundaba la zona. Ella se marchó sin mirar atrás y con la vista al frente, con el corazón apachurrado de amargura y desolación.
Gilberto armó un alboroto y fue preguntando con todo su chiquero de puerta en puerta dónde podría estar su esposa, culpándola de ser tonta y una cualquiera, porque él creía que le ponía el cuerno con cualquiera que encontrase. Intentaron matar a Anacleto y al “Bretón” por ser los que más a menudo entraban a la casa cuando doña Beltrán vivía. Creyó Gilberto que ellos se acostaban al mismo tiempo con ella, cosa que no era cierto, ya que el “Bretón” tenía a su novia en el pueblo vecino y todos los fines de semana iba a visitarla, diciendo siempre que iba al fin del mundo a encontrarse con su amada; mientras que Anacleto sí estaba soltero, pero quería a Rosalía como una hermana, ya que se habían criado casi juntos cuando su madre trabajaba para la familia de doña Beltrán. Pero Gilberto no sabía esto porque ignoraba la vida de su mujer, sólo pensaba en sí mismo. Hasta el “Loco” Martínez tuvo que intervenir para evitar que los mataran, todo el pueblo de hecho. Les gritaban “asesinos” y les lanzaban piedras a los Morones para que se fueran y dejaran a mis pobres amigos. La cólera crecería profundamente en el pueblo.
Pasaron dos semanas y los cobardes Morones construyeron barricadas en frente de la casa de Rosalía, se la pasaban de guardia y no dejaban pasar a ningún habitante del pueblo y actuaban como soldados, esperando a que apareciera la niña Rosalía; la tensión ya era bastante como para desatar una guerra en el pueblo.
Pasaron así otras dos semanas y el pueblo se hartó de esta situación, decidieron ignorarlos y continuar con la vida que se tenía. Sin embargo, hubo un día que marcaría todo como el final de la paz en el pueblo. Ese día todos estaban laborando normalmente. Los niños jugaban, el Loco Martínez seguía delirando sobre la ira de los nibelungos que merodeaban por los arroyos del monte, decía que alguien había estado usando el agua para limpiar armas y los nibelungos estaban hartos. Pero su mirada se apagó de repente, cuando un tronido parecido al de un relámpago sacudió los oídos de todos. Sus rodillas se estrellaron contra el suelo y su cuerpo azotó ferozmente, salpicando su cabeza del rojo vivo de su esencia, liberando así los males de su cabeza, brotando y saltando extraños gusanos negros en resorte y víboras que se volverían un líquido negro burbujeante que se mezclaría con sus coágulos en el piso mientras la risa de la muerte correteaba por toda la avenida para luego convertirse en un grito agudo y estremecedor, materializándose en una presencia de ojos vacíos y cuencas profundas, boca sin dientes y pelo destruido, y con una velocidad vertiginosa correteando a las palomas y anunciando el final.
Todos nos quedamos perplejos ante esa imagen, al ver que hasta la misma muerte estaba lamentando este hecho. Fue ahí cuando vimos al mismo Alberto Morones con su revólver apuntando al cadáver del Loco Martínez y riendo como retrasado, escupiendo estupidez y media. Había jugado de nuevo a la ruleta rusa y, para evitar que la bala le diera, apuntó al Loco Martínez en la frente y jaló el gatillo, alardeando que sólo él era un elegido para vivir eternamente. En ese momento todos fijamos la vista en él. Don Luis salió de su casa con otra revólver, parecida a la de Alberto, apuntó a la cabeza y tiró, diciendo entre lágrimas:
—Aquí está tu eternidad, mal nacido.
Otro tronido invadió los oídos de todos. Anacleto y los demás decidieron llevarse el cuerpo de Alberto y tirarlo enfrente de las barricadas a manera de protesta y deshonra.
—Por andar con sus tonterías –gritaron, y se marcharon velozmente mientras aquellos animales refunfuñaban y se exorcizaban con sus propios lamentos imitando el sonido de los burros y las cabras al gemir de tristeza, mostrando su verdadera naturaleza, mostrando que no eran humanos en ningún rastro.
Los Morones armaron un escándalo por la muerte de Alberto, mientras el pueblo decidía velar en un lugar seguro al pobre del Loco Martínez. Esto fue muy triste, ya que todos lo conocíamos y sabíamos de su vida, por eso nadie lo trataba mal, porque era parte del corazón del pueblo. Don Luis, quien fue más rudo con él, fue el que más le lloró y suplicó que le perdonara.
Esa misma noche llegaron los Herrera, de sorpresa, vinieron a dar el pésame y a planear un ataque. A la mañana siguiente, los Morones saldrían con armas a protestar al pueblo y llegaría el resto de la familia a apoyarlos, llevando incluso a los niños que traían y fueron marchando y disparando al aire culpando al pueblo del homicidio de Alberto. De un momento a otro salimos todos de las casas, armados hasta los dientes con machetes, escopetas y lo que tuviéramos a la mano, resguardando a los niños dentro de la iglesia. Nos amenazaron pero no nos atacaron, hasta que a uno de los Morones se le disparó el arma dándole a uno de sus niños y culpando a gritos que nosotros habíamos matado a la inocente criaturita, eso desató una de las peores balaceras que he visto, cubriéndonos todos y disparando a la vez. En la masacre, ni ellos se preocupaban de sus niños, que caían muertos, al igual que muchos de ellos. Los Herrera llegaron a espaldas de los Morones y atacaron con todo, pero los Morones eran bravos y se lanzaban a todo lo que se moviera. La pelea duró todo el día, hasta que nomás quedaran los cobardes de Paco y su hijo Gilberto escondidos entre los cuerpos mutilados de sus parientes. Los heridos del pueblo y los Herrera fueron llevados a la iglesia mientras que los heridos de los Morones eran rematados, los otros dos sobrevivientes de los Morones fueron llevados a la plaza mayor donde los pocos que quedamos en el pueblo intentamos asesinarlos. Paco Morones nos tendería una trampa al sacar explosivos de su ropa y, en un santiamén, los diez restantes del pueblo que no habían sufrido de gravedad volaron en pedazos, sacudiendo la tierra y desapareciendo la plaza. Nunca se supo cuántos explosivos tenía como para que volara así la plaza, y mientras, yo me encontraba aún herido de gravedad en el suelo, siendo cargado por los monaguillos de la iglesia para ser resguardado, sentí ese temblor recorrer todo mi cuerpo y retumbar en mi alma, recordé a Rosalía a quien amé alguna vez pero nunca se lo dije, y pude sentir por unos breves momentos que me desfallecía ante la brisa del fuerte viento provocado por la explosión. Y lo último que recuerdo son las almas de los niños inocentes corretear por ahí con miedo en sus rostros al ver que eran perseguidos y atrapados por el costal del chamuco, quien reía y me observaba sin decidirse si me llevaba con él o no. Es lo último que recuerdo antes de desmayarme, porque de ahí lo que recuerdo es solo un negro vacío sin una idea que definir, es lo último que puedo decir de allá de mi pueblo, en donde mataron a los Morones. Ya hace mucho tiempo de ello, si mal no recuerdo.