De cómo un mole poblano se degusta en New York
No le quedaba más opción que beber de un sorbo el chocolate que parecía sacado de las entrañas del Popo. Su vuelo salía sin mirar los tiempos de las vidas y las vidas observaban a contrarreloj como salir huyendo de ese tiempo, como volando. Había facturado sus dos maletas cargadas con lo mejor de su tierra. Tan solo el paladar podía ser juez de lo que declaraba y la única condena posible por su exportación sería el gozo. Dos veces por semana, martes y jueves, arrancaba sus raíces momentáneamente de la hermosa Los Ángeles poblana y como colorida ave se alzaba sobre una tierra que fue bendecida con el don de la alegría. Ya no saboreaba el pan rasgado con un cuchillo de plástico que emanaba mantequilla, no meditaba ante el último bocado de pasta ni jugaba a derretir con el balanceo de su mano el último fragmento de hielo, simplemente se asomaba al mundo. Solía reservar asiento de ventanilla pudiendo así apreciar cada textura del paisaje. Se imaginaba ser Sancho a veces Quijote, Pedro Páramo o José Arcadio Buendía. No había dedos suficientes para pasar las páginas de la vida con más horas de vuelo de su barrio de Santiago. Su tío lo esperaba siempre al otro lado con un nuevo libro en las manos.
Más allá de su realidad el aeropuerto era como un parque de atracciones. Máquinas de escaneado espaciales plenamente terrícolas, letreros 3d de pizza-pasta con efecto láser, suelos que dejaron de ser avinagrados para ser ríos de lejía, pulidos brillos de cristales escapistas, dominós humanos con cintas de salas de cine, miradas de checklist con la mueca de la indiferencia … por fin había llegado. Al tomar sus dos maletas tan grandes como para ser transportadas por el propio Aníbal en un cuadrúpedo con alma de alpinista de los Alpes, sintió por fin aliviado el peso de su alma. Las miradas se le pegaron a la nuca pues sospechoso de tráfico de algo era. Mientras dos discretos gemelos de uniforme y desconocidos de principios se le acercaron con unas esposas, tres segundos bastaron para que apreciara lo limpio que el suelo estaba poniendo ajena a su voluntad su nariz a medio milímetro del mismo. Su reacción fue extender instintivamente la mano para rozar levemente el asa de una de sus maletas. Un impacto tronó allá donde el corazón de un colibrí se baña en coca cola, y las burbujas de poesía de sus coloridas plumas se disiparon a golpe de porra militar. Tan solo pretendía proteger lo que era suyo mientras lo suyo era sospecha de ilegal.
El último de los forcejeos llamó la atención del resto de los ¨vueloandantes¨ y mil miradas de dos mil ojos se detuvieron ante una maleta que lentamente se abría y servía de referente en ese espacio como si fuera un Coloso de Rodas. La sorpresa llegó al ver su interior. Sobres de mole poblano envasados al vacío y tortillas aún calientes se diseminaron como cartas de una baraja entre mostradores y carteles de bienvenida. Al fondo su tío pudo ver con lágrimas toda la escena. Esta vez no traía un nuevo libro de regalo sino un cartel gigante que decía: << Te debo mi vida, a ti, mi humilde sobrino. Que traes a ¨Pueblayork¨ el sabor de nuestra Patria, te debo el trabajo humilde de Rocinante, la libertad de las cometas de Susana y de los Buendía su economía de la nostalgia >>