Desarrollo humano y social
Democracia y poder, o el emperador narcisista.
05 abril Por: Juan Pablo Aranda Vargas
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El gran filósofo francés, Claude Lefort, asevera que el rasgo revolucionario y sin precedentes de la democracia moderna es que “el lugar del poder se convierte en un lugar vacío… Lo esencial es que les está prohibido a los gobernantes apropiarse, incorporarse el poder… El lugar del poder se muestra como aquel al que no puede darse una determinada figura. Sólo son visibles los mecanismos de su ejercicio, o los hombres, simples mortales que poseen la autoridad política” (“La Cuestión de la Democracia”, 47).

Que el lugar de poder de la democracia está vacío sugiere, en primer lugar, la perpetua resistencia de la primera a ser capturada por una idea que pueda considerarse final y definitiva—como lo fue, para la Edad Media, la teología cristiana, o la voz autoritativa del pasado para las sociedades primitivas. El lugar vacío implica la renuncia a todo juicio definitivo, debido al reconocimiento de la intrínseca contingencia de toda discusión, la constatación de la falibilidad humana en su búsqueda de la verdad. En este sentido es que Lefort asevera que la democracia es la sociedad histórica por excelencia, pues la pregunta por el significado de dicho régimen político sólo puede darse en un contexto temporal, a la manera de una historia del poder entendido como cauce o vector.

Pero, en segundo lugar, el lugar vacío sugiere asimismo la imposibilidad de cualquier posesión del poder. Así como la verdad es inasible, escurriéndose más bien entre las manos de quien pretende apresarla, el poder fluye libre entre los departamentos, oficinas, curules, escritorios, oficios y circulares que componen el servicio público. El poder en democracia, pues, no es de nadie. Se trata de una especie de préstamo donde el poder emana del poder soberano—él mismo otro fantasma irrepresentable e inasible—prestándose a ser manipulado, administrado y direccionado por la actividad de “simples mortales”, cuyo rostro cambia periódicamente y que, por ende, no pueden ser considerados sus dueños sino, en el mejor de los casos, sus administradores.

El actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ha ignorado desde siempre esta condición impersonal del poder democrático. Asiduo pupilo en la escuela del priísmo hegemónico, López Obrador adoptó muy temprano el personalismo característico del presidencialismo mexicano del siglo pasado. Embelesado quizá por la incontestabilidad del poder de aquellos mandatarios, el actual jefe del Ejecutivo entiende que la política es hoy espectáculo, y que todo buen show necesita un protagonista. Así, sus conferencias mañaneras están lejos de querer mostrar un presidente que trabaja arduamente por el bien común; lo contrario es cierto, el presidente atrae todas las miradas hacia sí, haciendo que el discurso público gire en torno a él; la nación, el pueblo desaparece bajo el aura de su vocero. El pueblo y él son uno y, por ende, la centralidad del personaje pretende camuflarse con una vuelta al pueblo-traicionado.

Poco importa que sea un pasquín inmundo mostrando que su gobierno ha abrazado, igual que los anteriores, la lógica de la corrupción, la impunidad y el nepotismo, o un fanático descerebrado que lo compara con Jesús o Gandhi, asegurando que su mesías personal “me ha mirado a los ojos y le he agradecido”, lo importante es que los ojos estén fijos en su persona. En él, el poder no fluye sino se estanca, se acumula detrás de una sonrisa, las más veces perdida, que disimula una astucia antidemocrática, mezcla de rancio resentimiento y voluntad de voluntad. El presidente se convierte, así, en pulsión del país entero, que como luciérnagas perseguimos enloquecidas la luz de foco.

La primera estrategia contra un líder populista que se autoproclama corazón del sistema político—de donde todo sale y a donde todo regresa—es bastante simple: ignorarlo. Contra la pasión desordenada de protagonismo de quien se asume voz del pueblo, el ensordecedor diálogo diverso y plural de una sociedad civil activa; contra el unipersonalismo, la tolerante aceptación de la unidad a través de la diferencia; contra el desvío de la atención mediática, una prensa diversa, rica en comentarios y líneas de investigación. Dejar de hablar del demagogo al tiempo que se es crítico del gobierno, ahí radica la primera gran forma de desactivar el descomunal poder del líder populista.

Dr. Juan Pablo Aranda Vargas.
Profesor Investigador
UPAEP

 

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