Gran parte de las luchas sociales contemporáneas se encuentran de alguna u otra forma relacionadas con el tema de la libertad, ya sea porque luchamos para defender o garantizar ciertas condiciones mínimas para su ejercicio, o sea porque ésta se encuentra íntimamente relacionada con nuestra dignidad constitutiva. Parte significativa de lo que usualmente concebimos como ‘derechos humanos’, a su vez, se funda en esta última relación, bajo el supuesto de que sólo es posible alcanzar una vida plena, digna de ser vivida, cuando poseemos la libertad suficiente como para hacernos cargo de nuestra propia existencia. Baste, para ilustrar esto, con mencionar algunos de los derechos que asociamos con mayor frecuencia a nuestra concepción de una vida plena, como lo es la libertad de creencia, la libertad de expresión, etc. el problema al que nos enfrentamos, sin embargo, radica en que solemos confundir la libertad con diversas formas de libertinaje, como si ésta consistiera meramente en hacer lo que uno quiera, cuando uno lo quiera y como uno lo quiera, sin ningún tipo de limitante. De ahí que no sea raro confundir nuestros derechos con nuestros caprichos, o que veamos toda forma de deber como una seria restricción a nuestra libertad. Pero ¿podemos concebir la libertad meramente como la capacidad de hacer cuanto a uno se le antoje, o debemos suponer, como lo hace Kant en su Crítica de la razón práctica o en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, una forma más robusta y compleja de libertad, donde esa capacidad se ve limitada por una serie de leyes que le dan sentido a su ejercicio?
Si nuestra libertad se redujera a la mera capacidad para hacer lo que queramos, cuando lo queramos y como lo queramos, entonces toda ley, en cuanto que posee un carácter normativo que no sólo nos prescribe algo, sino que también nos obliga a cumplirlo y respetarlo, conllevaría una cierta supresión de nuestra libertad. Esto mismo, a su vez, aplicaría a todas aquellas leyes que son indispensables para la defensa de nuestros derechos, de modo que, si quisiéramos defender la libertad, deberíamos prescindir de toda forma de legalidad, sea interna o externa, lo cual terminaría haciendo de esto una tarea del todo imposible. ¿Será acaso que podemos pensar en una forma de defender nuestra libertad prescindiendo de toda ley que sirva para garantizarla? ¿Podemos realmente prescindir de leyes que, al limitar el uso de la libertad, garanticen nuestra coexistencia como seres libres? ¿Será que esa primera capacidad es tan sólo un primer estrato de la libertad que, sin embargo, debe dar cabida a una forma más compleja de sí, como lo es la noción de autonomía o la de autodeterminación? ¿Acaso somos más libres cuando somos capaces de autolimitarnos o, mejor dicho, de autodeterminarnos a actuar conforme a leyes y principios racionales prácticos?
Y es que nuestra libertad supone no sólo la capacidad para hacer algo, sino también nuestra capacidad para determinarnos a actuar conforme a ciertos principios prácticos, sean de carácter meramente subjetivos, o sean de carácter objetivo, como ocurre con los principios prácticos de la razón. Vista esta problemática desde el marco de la historia de la filosofía, podemos encontrar diversas concepciones de la libertad, como las de Aristóteles, santo Tomás de Aquino e incluso la de Kant o Hegel, que sostienen que sólo somos plenamente libres cuando actuamos conforme a la razón y no cuando seguimos cualquier otro impulso, apetito o deseo externo. Si bien es cierto que también actuamos racionalmente cuando nos determinamos a actuar por algunos de estos impulsos, apetitos o deseos, cuya génesis está siempre en la sensibilidad o en algo externo e independiente a nosotros, esta forma de actuar racionalmente no puede considerarse un uso pleno de nuestra libertad. En efecto, aunque en este tipo de actos usamos la razón como un mero instrumento de cálculo para determinar cual es el mejor medio para alcanzar tal o cual fin, sin importar si ese fin es bueno o no, actuar determinados por un impulso, apetito o deseo no es ser plenamente libres, en cuanto que éste es siempre ajeno a nosotros. La razón me puede servir como un mero instrumento para determinar qué debo hacer si quiero alcanzar tal o cual fin o propósito, pero también puede ser el marco referencial que orienta todas nuestras decisiones, al establecer criterios y parámetros para la acción.
Actuar racionalmente, bajo esta segunda caracterización supone usar la razón no sólo como un mero instrumento de cálculo, sino también como el principio que, al establecer esos criterios y pautas, orienta nuestras acciones, algo que es indispensable para hacer un uso prudencial de todas nuestras capacidades. Gracias a esto último es que podemos establecer leyes o principios prácticos que, al mismo tiempo que nos permiten tener una vida más plena, nos sirven como marcos referenciales para establecer y garantizar todas aquellas condiciones mínimas para ser plenamente libres, y poder coexistir en sociedad.
Dr. Roberto Casales García Director Académico de la Facultad de Filosofía UPAEP |