Desarrollo humano y social
El ocaso de la democracia. Es ahora o nunca
15 enero Por: Juan Pablo Aranda Vargas
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El día miércoles, las hordas ultraconservadoras que secuestraron el republicanismo desde hace tiempo—los racistas e hipernacionalistas, el rancio evangelismo monotemático, el pseudoanarquismo que quiere incendiar el planeta siempre y cuando sus privilegios queden intactos, los damnificados del crash 2007-2008 que prefirieron creer el cuento de hadas del enemigo extranjero antes que reconocer que la enfermedad estaba en casa—todos estos grupos antisistema, antidemocracia y antiinstituciones asaltaron el Capitolio. Acusaron una elección fraudulenta, una trampa que les arrebata, nueva cuenta, las riendas de un país que ven perdido, hipotecado en manos de wetbacks y barbudos con turbante que desconocen la cultura sobre la que se erigió la nación que ha dominado el planeta durante tres décadas.

Que la violenta reacción contra la democracia norteamericana debe preocuparnos es una obviedad. En México estamos quizá demasiado acostumbrados a las actitudes antidemocráticas, al grado que quizá perdemos de vista el tamaño de crisis que los sucesos tendrán para el futuro. Nuestro actual presidente, que hoy goza de una aprobación al parecer invencible, construyó su carrera política a partir de dogmas antisistema, propaganda demagógica y abiertamente mentiras a fin de ocultar sus fracasos y su ignorancia al ojo público. Trump hizo lo propio: cercado como un animal salvaje, respondió de la única forma que sabe hacerlo, reinventando la realidad, dinamitando los más básicos acuerdos de civilidad y convivencia con tal de mantenerse en el poder. De l’Etat, c’est moi a la vérité c’est moi. De la captura del poder político a la captura del imaginario social a fin de construir realidades alternas, igual que un demiurgo que juega con las partículas elementales; del poder político limitado y dividido a la radicalización de la tesis foucaldiana, es decir, la expansión insoportable de las estructuras de un poder desquiciado al mercado, al templo, a la cama y al pupitre.

¿Qué encontramos del otro lado? ¿Dónde construir la trinchera que salvará la moribunda democracia? La tragedia auténtica, la verdadera causa de preocupación, no está del lado del barbarismo antisistema sino de los que se autoproclaman la solución al problema. Los libertarios de toda cepa, ataviados con el más burdo relativismo, pretenden salvar al mundo renunciado a las comunidades, a los entendimientos compartidos, a las mores y hábitos del corazón. Sus sacerdotes han exportado el laissez-faire económico a todas las esferas de la existencia humana, proclamando el narcisismo como el horizonte inescapable del progreso humano y la desigualdad como la víctima que debe inmolarse en la pira sacrificial del dios de las minorías. Ese uno-por-ciento, o el uno-por-ciento del uno-por ciento, se atrinchera en micro-comunidades amuralladas donde los jardines son siempre verdes, los autos siempre relucientes, los bodoques siempre rechonchos y malcriados, los vecinos siempre listos para ofrecer una sonrisa hipócrita y una crítica velada, al tiempo que el pobre, el mugroso, la viuda, el anciano, el leproso se pierden de vista, permitiendo al acomodado vivir sin la molesta visión del sufriente. El credo del hiperlibertarianismo, el yo como alfa y omega, como justificación y redención, como el Realissimum voegeliniano en el que la creación toda cobra sentido, no puede sino aceptar el costo de un ejército de descartados respecto de quienes sólo cabe encogerse de hombros, lamentando que el mundo sea eso que es.

Las hogueras están, pues, listas en uno y otro campo. Las luchas ideológicas están saturadas de pólvora, y todos esperan impacientes la primera palabra que incendie la arena pública. El “otro” se ha convertido en el lugar onde mi odio, mi inseguridad, mi resentimiento, mi corroborada pequeñez e insuficiencia son vertidos para redimirme a través de una dialéctica de tontos. La moderación es hoy observada con recelo y desconfianza: el que duda, el que califica rehusandose a pontificar, es hoy enemigo por partida doble. La tolerancia es vista como falta de agallas, prefiriendo los apóstoles del radicalismo una prédica de blancos y negros, de gallardía que entrega la vida incondicionalmente. Todo o nada, victoria o muerte, “a Palacio o a la chingada”. Por dios y por la patria, parece ser el lema que regresa, distorsionado en el retrato de Grey, en un mundo desdiosado en el que la patria se ha vuelto diabólica madrastra o mito atarantador.

¿Existe una salida, una esperanza, un recoveco a través del cual la democracia pueda colarse de nuevo en el imaginario social y en los corazones de las personas? Haría yo dos recomendaciones.

Primero. Es hora de reconocer la delicada naturaleza de la verdad. Si bien debemos defender un realismo epistemológico que tire por suelo todo relativismo o pragmatismo, esta opción no puede justificar un radicalismo moral que pierde de vista la falibilidad y esencial incompletitud de la razón humana. Si bien el ser humano puede conocer, lo hace dialógicamente, y siempre de forma incompleta. Por ello es que la filosofía se entiende como búsqueda, y nunca posesión, de la verdad. Y que existen verdades absolutas del cristianismo no ayuda a la causa radical, puesto que éstas no son verdades descubiertas, sino recibidas y, por ende, abrazadas en un acto de fe. Lo que sabemos es una gota en el inmenso océano de la existencia. El radicalismo parte de la ingenua postura de que conoce algo finalmente. La universidad es, hoy más que nunca, el lugar por excelencia para promover una relación saludable con la verdad, la cual exige diversidad, tolerancia y, sobre todo, caridad.

Segundo. Es hora de entender qué es la democracia. Debemos rechazar todo romanticismo burdo, todo idealismo que termina siendo nada más que infantilismo. La democracia no es un talismán ni un conjuro contra todos los males. La democracia, digámoslo con absoluta claridad, suspende la mayor parte de las discusiones sobre la verdad—excepto aquellas que le son fundacionales, como la noción de individuo, derecho y dignidad—prefiriendo pronunciarse por lo justo, que muchas veces está en contraposición de lo bueno. La democracia es lenta, torpe e ineficiente. Pero, por encima de todas sus debilidades, la democracia es el sistema político diseñado con la finalidad de prevenir la acumulación de poder en manos de una persona o grupo. Es contra el poder tiránico y, por ende, para la defensa de las libertades básicas de las personas, que la democracia fue fundada.

La democracia está en franco proceso de putrefacción. Sus sepultureros muestran los colmillos afilados, esperando con impaciencia el último aliento que les permita deshacerse, de una vez por todas, del molesto cuerpo. Las fábricas de ciudadanos—la familia, las asociaciones civiles, la religión, la universidad—están paradas, observando impávidas lo que se antoja el final de un par de siglos de regímenes libres inspirados por los derechos humanos, el respeto a la dignidad humana y la limitación del poder. Junto al doomsday clock se instala el reloj del fin de los regímenes libres. Es momento de que la universidad se defina en abierta confrontación a los regímenes que buscan desmantelar la democracia.

Dr. Juan Pablo Aranda Vargas.
Profesor Investigador
UPAEP

 

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