Desarrollo humano y social
Trabajo universitario
07 mayo Por: Juan Pablo Aranda Vargas
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Tomemos prestado a Murakami, ¿de qué hablamos cuando hablamos del trabajo? El singular en el literato japonés—¿De qué hablo cuando hablo de correr?—se transforma en plural, como forzado por la acción. Del correr, que se ha convertido en la actividad del narcisista posmoderno par excellence, al trabajar… esa actividad bañada de ubicuidad, tanto en el tiempo como espacio.

Hablamos del trabajo como sentencia, como sudor que se paga por el costo de pertenecer a la raza humana (Gen 3:19), como contraparte del dolor de la parturienta. La condena veterotestamentaria encuentra, empero, sentido más amplio cuando se la pasa por el prisma neotestamentario: “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo” (Jn 5:17). En Jesús, más importante, el Sabbat vuelve al dominio humano (Mc 2:27). Jesús es su misión, Jesús es Cristo. En él, el adjetivo se nominaliza, encarnándose. Su trabajo es misión, es decir, no le pertenece ni se origina en él: viene de arriba, del que lo envía (Mt 3:17; Mt 17:5). Cuán importante resulta entender hoy la noción del “envío”, la no pertenencia a nosotros mismos, la incompletitud radical del yo y la consecuente necesidad de descentrarlo. Pues, así como el Hijo es impotente sin el Padre (Jn 5:19), así el ser humano es impotente sin Dios (Jn 15:5).

El trabajo, por otro lado, tomado no como esclavitud, como necesario servilismo, como condición de posibilidad de la contemplación de los pocos, esos pocos que son los únicos que interesan a Nietzsche. Se cierra ahí un extraño círculo: Platón y Nietzsche, enemigos, se dan la mano en el pesimismo radical respecto de las capacidades de la masa. La revolución del trabajo vendrá no del catolicismo, sino de aquel monje agustino, arquitecto del cisma Protestante. En el pensamiento de Lutero se aniquila la distinción entre vocaciones elevadas—la de la vida consagrada—y vocaciones menores—la del matrimonio y la vida laical, la del trabajador. En su lugar, dirá Charles Taylor, la afirmación de la vida ordinaria: democratización de la familia y del trabajo, rechazo de la autoridad como principio organizador. En Lutero revive la máxima paulina, “el que no quiera trabajar, que no coma” en clave universalista. Después de Lutero, y Calvino, el Puritanismo resolverá el problema de la predestinación, vulgarizando el cielo: ahora el éxito laboral es el signo de predilección divina. Se olvida el envío y la descentración del “yo”, el carácter radicalmente comunitario de la salvación, el “nosotros” eclesial, y se le sustituye por un individualismo que contraerá nupcias, según narrará Max Weber, con un nuevo sistema económico.

El capitalismo. Ése que era ya incipiente en Hegel, que sólo acertó en hallar el origen de las clases, de la dominación, en una lucha a muerte. Demasiado humano. Pero, Hegel de nuevo, encontrará en el trabajo un carácter redentor: el trabajo nos libera de la esclavitud, en tanto que nos convierte en sujetos de cultura. El rico se adormece y atonta en su sillón, embotado con Netflix mientras perfecciona la circularidad de su abdomen. El trabajo como locus de lo humano: nadie como Marx entenderá esta realidad. Y, aunque llevará su lógica a extremos poco saludables, la enseñanza de Marx nos es carísima hoy: existe, en los resortes de todo el sistema, una tendencia a la opresión y explotación, un vicio, una tentación, una pulsión que amenaza con descarrilar el trabajo humano una y otra vez. Francisco mismo recogerá esta idea, llevándola a su consecuencia posmoderna: no ya el explotado, sino el descartado, es el emblemático recordatorio de que hay algo mal.

El trabajo manual lo mismo que el de la mente. El que fabrica con sus manos lo mismo que el que—como dice Ian MacEwan en Atonement—crea mundos en miniatura. Arendt consagra una tipología: animal laborans, homo faber, persona de acción. El universo de la actividad humana es al mismo tiempo bendición y condena, abre las potencialidades de lo humano al mismo tiempo que somete al ser humano, hundiéndolo al nivel de objeto. Redento o reificado, he ahí la cuestión.

Volvemos al cristianismo; a Agustín, específicamente. El trabajo sólo enriquece cuando está debidamente ordenado. Ni la contemplación que se olvida del mundo, de su pobreza y su lodo y su angustia y sus lágrimas y excresencias; ni el trabajo que embrutece y adormece y asesina el carácter y la creatividad y obliga a quien lo acepta a aceptar sueldos pírricos e inhumanos y ofensivos. Al contrario, el trabajo dentro del orden humano, pieza que hace crecer al ser humano cuando es el ser humano todo el que ahí se implica, explosiva capacidad que libera un potencial de crear mundos nuevos, pero siempre descrito como servicio, como actividad que va al otro y lo rescata, elevándolo, enseñándolo. Amor. Trabajo entendido como amor. El trabajo como ministerio, como vocación, que entiende que todo lo que hacemos es temporal, intermitente, provisional, en el diseño más amplio de la vida humana. Pues al terminar la jornada, después de clavar el pico en la tierra por horas, el ser humano se estira y mira al cielo, intuyendo apenas que el tiempo no es tiempo, que es rugido de olas de un mar infinito.

Dr.Juan Pablo Aranda Vargas.
Profesor Investigador
UPAEP

 

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